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Ya tardaba en escribir sobre El Doncel, pero, de hoy, no pasa. 

Para los que vivimos a caballo entre Sigüenza y otros lugares, el Doncel se nos aparece como un tópico, algo lejano por repetido.

Apenas una ranura en el metal oxidado, recibe a los visitantes que ya se acercan, y vuelve, trasmutado en ferretería, a saludarles apenas entran en la ciudad. Está el Doncel en pegatinas, imanes de nevera, llaveros, reproducciones de escayola barnizada, tazas con asa, platitos, etiquetas, postales, da nombre a un restaurante, a una fábrica de embutidos… 

En la catedral, maravillas como la Sacristía de las Cabezas, la puerta gótico mudéjar de la capilla de la Inmaculada, o el grandioso retablo barroco que cobija la imagen mariana titular, pasarán desapercibidos para los visitantes que buscan la famosa figura yacente, que contemplarán sin fijarse en las de sus padres y abuelos, o el magnífico sepulcro del primer obispo de Canarias, hermano del joven efigiado.

Es la imagen, asociada a la ciudad, que ha dado la vuelta al mundo. ¿Por qué?

Quizás sea porque está muerto pero no parece que esté muerto del todo, aunque la idea no es nueva. Allí lejos, en Italia, los ostentosos sepulcros etruscos, milenarios simulacros, muestran las figuras de los difuntos recostadas en sus lechos, figuras a veces coronadas, con guirnaldas y copas en las manos, que asisten a un banquete inacabable, o contemplan algo que no podemos ver. 

Tienen los ojos abiertos, algunos sonríen, otros conservan una rica y brillante policromía, rebosan vitalidad y alegría, en una palabra: impresionan, pero no descolocan tanto como descoloca el Doncel cuando se le mira por primera vez. Los vivaces etruscos buscan la mirada de quien les observa, pero el Doncel la rehúye, le es indiferente, él está a lo suyo, leer.

¿Y qué lee? Un libro sin letras, meras páginas en blanco, y así pasa los días, enfrascado en algo que nos es desconocido. Su rostro grave y melancólico, de ojos incoloros, lo confirma. 

Es un soldado. Un caballero joven que tuvo la desgracia de perecer ahogado en la Acequia Gorda de Granada, lo que no es, precisamente, una muerte dulce. La de la guadaña segando la primavera, marchitando el esplendor de los campos.

Muy cerca se encuentra la tumba de los padres, que sufrieron tal desgracia con el alma rota, la flor de los donceles, el gentil muchacho, joven esposo arrebatado para siempre, cómo se ríe la Parca, cómo presume de poder… la madre, traspasada de dolor, ha encontrado la paz de los muertos, cierra los ojos y descansa plácidamente, rosario en mano.

La postura de Martín Vázquez es inestable, como si fuera a levantarse en cualquier momento, a dejar el libro - convertido ya en un trozo de piedra - y volverse de espaldas, iniciando por fin su sueño eterno, tanto tiempo preterido.

Muchas cabezas pensantes han meditado ante esta imagen de alabastro, muchas plumas ilustres (y no tan ilustres) le han dedicado poemas y pensamientos, hasta ha servido de icono y símbolo de un modelo de sociedad que se quiso implantar hace casi un siglo, pero eso le resulta indiferente, sigue enfrascado, sin hablar, sin decirnos nada porque está pendiente de otras cosas. 

La luz del mediodía se cuela por el ventanuco, resbala por la piedra y arranca brillos mojados a las manos transparentes, a las hojas de lo que dicen que es un breviario pero que, en realidad, puede ser cualquier libro y, por ello, representa a todos los libros.

Llevo media hora mirándole, y, ni caso.

Le he traído un poema, para que no se diga, porque resulta que lo más conocido puede ser, en realidad, lo más desconocido. 

El escudero niño, las escenas pasionales, el leoncillo, las cardinas del frontal y el haz de laureles enmarcan su figura ausente. Espero a que la gente se vaya, leo el poema y salgo de allí a toda prisa, que cierran.

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MARTÍN VÁZQUEZ DE ARCE, EL DONCEL

 

Mora entre sus familiares de piedra

Fosforescente alabastro en la penumbra gótica

Eternamente prendida la mirada 

En las páginas de un libro en blanco

Que está por escribir 

O que ya disolvió la nada.

 

Guerrero y doncel, reposa

Sobre un haz de laureles, testimonio del oráculo.

De lejos llegan las palabras sibilinas:

“Morirás, pero vivirás para siempre

En el corazón de aquel que te contemple”.

 

Letizia Arbeteta Mira

 

 

 

 

8 comentarios

  • un buen recuerdo e imagen del doncel, que no era tal doncel, que lee un libro sin letras y que sueña más que dormir o morir. 

    • Que bonito repaso a la memoria del Doncel de Sigüenza. Y el tono rosado de su Catedral, allá en lo alto donde el tiempo se ha parado.

      Tan parado está el tiempo que a veces pienso que otra reconquista se acerca

       

       

       

       

       

  • Nos vamos a convertir en Donceles leyendo los textos elegantes de Letizia. O en etruscos... "Qui rise il Doncel, un giorno, coricato, cogli occhi a fior de terra, guardando la marina..." ... La mar de aliagas, asfodelos y chaparra escueta.

  • Letizia, me ha encantado el artículo y el poema.

    Hace muchísimos años que no voy a Sigüenza y casi he olvidado la figura de El  Doncel.

    Tu descripción me ha hecho recordar la belleza y el misterio que emanan de la estatua.

    Muchas gracias y muchos abrazos.

  • Excelente artículo , Letizia, como todos los tuyos. Dan ganas de ir a Siguenza para visitar al Doncel y a toda su ilustre parentela, que parecen estar también muy bonitamente enterrados. Gracias querida amiga.

Viñeta

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