Gracias a las personas que llevan años dando la matraca durante décadas, esos pesados ecologistas, y a que las consecuencias de tamaño problema son tan patentes, y se vislumbran tan terribles, nadie puede mirar para otro lado; por fin el cambio climático está en boca de todo el mundo. Incluido el mundo político, acostumbrado a no interesarse en demasía por problemas más allá de cuatro años, los que dura la legislatura. El negacionismo sigue teniendo sus pontífices y sus monaguillos, es cierto. Pero la evidencia de la que se nos viene encima ha alcanzado tal nivel de obviedad y tal consenso científico que si antes esas huestes daban miedo por el posible éxito de sus torticeros argumentos ahora ya dan lástima o asco. Por la inmensa ignorancia que manifiestan, la lástima hacia los monaguillos; y por los intereses espurios que defienden mientras degradan la vida del común, el asco hacia los pontífices.
Pero aunque el cambio climático esté ahora en portada, a las acciones encaminadas a disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI a partir de ahora; con diferencia la mayor causa del incremento generalizado de las temperaturas) ni se las ve ni se las espera, como se suele decir. Me refiero a acciones eficaces, claro. El avance tecnológico es en definitiva la única apuesta en la que nuestra suerte está echada. La tecnología como solución y, sobre todo, como esperanza. “¿Es que no veis cómo avanza todo?”, nos dicen a los incrédulos. “Dentro de poco los avances y el desarrollo nos permitirán solucionar el problema ese de las emisiones y el cambio climático.” Pues precisamente quiero demostrar lo contrario. Intentar convenceros, improbables lectoras, de que sin un cambio más profundo en nuestro modo de vida de lo que podamos imaginar sólo nos queda pillar un buen balcón y admirar compungidos y extasiadas la debacle en ciernes. Veamos si lo consigo.
El argumento del aumento de la eficiencia energética es uno de los más conspicuos para evitar poner freno a nuestra insaciable hambre de consumo, única manera como veremos de llevar a cabo una auténtica disminución. Los absurdos artilugios que compramos y “necesitamos” son cada vez más eficientes ergo cuanto más avance la tecnología menos energía consumiremos. Suena bien a pesar de su falsedad. Veamos algunos ejemplos concretos. ¿Se acuerdan ustedes de la “transición LED”? El alumbrado LED consume notablemente menos energía que el de incandescencia a igualdad de lúmenes emitidos. La reducción media es del 85%, un maravilloso avance tecnológico. Sería lógico pensar que la transición generalizada a esta nueva tecnología, que se ha producido en cierta extensión, ocasionaría una disminución apreciable del consumo eléctrico mundial. Sin embargo la demanda de energía eléctrica sigue creciendo, y con ella la producción. En los últimos 20 años ha aumentado la producción de todas las fuentes de energía eléctrica disponibles. ¿Cómo es posible, estando esta tecnología disponible a bajo precio para cualquier persona o institución del mundo? La respuesta a esta pregunta la planteó el economista y filósofo (antes eran cosas parecidas) Stanley Jevons en su, desde entonces, “paradoja de Jevons”. Cualquier adelanto en la eficiencia energética de un producto se ve contrarrestado por un aumento en el uso de ese producto, por lo que en general se llega a un mayor consumo total de energía. Los LED´s consumen muy poco, sí. Por eso mismo ahora tenemos LED´s hasta en las prendas de vestir. No llevar 5 o 6 sólo para dar una vuelta en bici es ya un atraso... Y eso que Jevons, en el siglo XIX en el que le tocó vivir, ni siquiera hubiese podido concebir la alucinante empresa en la que nos hemos embarcado desde entonces. Porque cuando Jevons escribía no estaba presente el imperativo actual que hace que, además del efecto de su paradoja, cualquier adelanto tecnológico en cuanto a eficiencia energética no tenga ningún sentido si lo que se pretende es una reducción global. Porque aunque reduzcamos en un 12% las emisiones en un motor de combustión, por ejemplo, el imperativo del crecimiento constante va a hacer que dentro de poco tiempo se tengan que vender un 12% más de coches con lo que el supuesto ahorro energético es sólo una ilusión temporal. En los últimos 30 años en España (y en todo el mundo) la eficiencia de los motores de combustión ha mejorado mucho tanto en la reducción del consumo de combustible como en la reducción de emisiones de GEI. Además ahora existen coches híbridos y eléctricos con consumos reducidos. Pero hemos pasado en este país de los 309 turismos por cada 1000 habitantes en 1990 a 515 turismos por cada 1000 habitantes en 2018. Las emisiones de GEI debidas a los turismos han aumentado en ese periodo casi un 70%. Sencillamente hemos tirado por la borda cualquier mejora... porque hemos comprado cada vez más coches.
Otro caso edificante y más actual sobre el mundo verde que la tecnología nos traerá, los patinetes eléctricos. En Madrid abundan como antes los gorriones, unos 8300 operativos en 2019. Eléctricos, silenciosos, ecológicos... ¡quizás el transporte del futuro!. De esta guisa los presentan sus desinteresados promotores. En principio iban a disminuir el transporte privado en la ciudad y ahorrar emisiones. El resultado: sólo un 10% de los usuarios ha abandonado el coche o (sobre todo) la moto por el patinete. Lo que se ha producido de manera mayoritaria (65 % de los usuarios) es que personas que antes hacían trayectos a pie, por ejemplo desde el transporte público hasta el trabajo, ahora lo hacen en patinete. Es decir, no se ha producido una sustitución, mucho menos una reducción; se ha producido una adición, gracias al avance tecnológico. Greenpeace calcula que entre el coste de fabricación (en China), transporte (por barco), recogida de las unidades (en coches privados de trabajadores precarios) y gasto energético directo (cargar las baterías), el transporte en patinete es mucho más contaminante que en autobuses urbanos. No digamos respecto a andar un rato.
El caso que más gracia me hace (no puedo evitar ahora mientras escribo reír a mandíbula batiente) es el de nuestras nuevas aspiradoras inteligentes, claro. Antes manteníamos la casa limpia con un cepillo de barrer y una fregona, con una huella ecológica risible. El aspirador se pasaba de vez en cuando, si lo había. Pero ahora compramos esos artilugios que a base de plásticos, circuitos, metales pesados, pilas, cables, mandos a distancia y, sobre todo, energía eléctrica, deambulan chocándose continuamente pegados al suelo por comedores y dormitorios del hogar occidental. La tecnología ha hecho que lo que antes era sencillo y muy eficiente, escoba y mocho, se convierta en algo complicadísimo que compromete a millares de personas repartidas a lo largo y ancho del mundo. En 2018 se superó el millón de unidades vendidas en España sólo de la marca Roomba, la más famosa de muchas disponibles. ¿Cómo pretendemos disminuir el consumo energético si cada vez tenemos más artilugios eléctricos?.
La disminución de las emisiones sólo será posible con una disminución del consumo, no con un consumo mayor de dispositivos más eficientes. Pero vivimos en un sistema que exige un aumento continuado del consumo total. Y como no puede ser de otro modo los augurios no nos favorecen, digan lo que digan los augures. Esta contradicción insalvable es la que bloquea cualquier solución al problema. En el gráfico se pueden observar los inútiles esfuerzos de nuestros más insignes próceres. Pese a protocolos de Kioto, Acuerdos de París, enésima COP, y aumentos en la eficiencia y en las tecnologías disponibles dignos de una película de ciencia ficción, las emisiones aumentan imparables. El protocolo de Kioto estableció el objetivo de reducir en 2012 las emisiones globales en un 5% como mínimo respecto a las emisiones de 1990. En 2018 las emisiones globales han aumentado.....¡un 61% respecto a las de 1990!. España, incumpliendo sus compromisos como todo país avanzado que se precie, las ha aumentado un 18 %. Decir que Kioto y sus sucesivos avatares son papel mojado constituye un tierno eufemismo.
En Occidente, una cultura pretendidamente sabia gracias al conocimiento científico, fundamentalmente, miramos para otro lado cuando tan docto consejero nos regala verdades incómodas. En 2018, en el 5º informe del IPPC, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, que sintetiza las conclusiones de más de 1000 científicos de todo el mundo, se afirma que “limitar la subida de temperatura a 1,5ºC desde el nivel preindustrial requerirá cambios sin precedentes.” Pero los occidentales, como niños ufanos y caprichosos, queremos que el problemón se solucione sin cambar nada. Creemos que entre coches eléctricos, comprar parte en ecológico y aumentar continuamente la eficiencia de nuestros crecientes productos de consumo será suficiente para desfacer el entuerto, como diría mi admirado Quijote. O creemos que ya inventarán algo. Que en el último momento se sacarán un conejo de la chistera en forma de aspiradoras gigantes de CO2, pantallas gigantes para protegernos del sol, o cualquier otro delirio siempre gigante que, ante la desesperación, algunos iluminados proponen y lo llaman “geoingeniería”. O que nos iremos a otros planetas, con el capitalismo a cuestas para depredarlo enterito, como éste. Pero nada de eso va a ocurrir. La tecnología no nos va a salvar. Como en el cuento, el rey está desnudo. Y como en el cuento, sólo una niña lo proclama a voz en grito. Nos ha tocado vivir tiempos interesantes.
Isato de Ujados.
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Ilustración: Gula. Grabado de Hieronymus Cock basado en un dibujo de Pieter Bruegel el Viejo