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Uno de los recuerdos más “dulces” de mi infancia se sitúa en la arteria principal de Sigüenza —calle Cardenal Mendoza o Calle Guadalajara, según el gusto de cada cual—, subiendo por la acera de la izquierda, esquina con Manuel García Atance. Donde ahora está el supermercado de los Hermanos Martín, y antes estuvo la carnicería Robisco, había una gran tienda de comestibles, “Ultramarinos José Pérez”, en cuyo escaparate destacaban unos enormes frascos repletos de caramelos, a los que yo dedicaba especial atención, mientras mi padre hablaba con el dueño del negocio. Tanta fijación debí de poner en aquellos recipientes redondos que, sin mediar palabra, aquel buen señor metió la mano en uno de ellos y me obsequió con un puñado de golosinas.

Yo debería de tener entonces seis o siete años, pero lo recuerdo perfectamente. Luego, con el paso de los años, esa anécdota se la escuché también contar a mi padre, con alguna que otra variante, aunque dejando siempre muy claro y patente cuál había sido desde el primer momento el objeto de deseo de su hijo.

La Calle de Guadalajara, como se la sigue llamando aunque no aparezca dicha denominación en el callejero oficial, era para quienes llegábamos de un pequeño pueblo el gran escaparate de la comarca. Yo diría, incluso, que el centro comercial más importante de la provincia: donde se podía comprar de todo, o casi todo, y donde los olores, sabores y colores cambiaban en función de la acera en que te situaras o de la tienda en la que asomaras la cabeza.

Don Felipe Peces-Rata recordaba hace algunos años, en uno de sus siempre interesantes artículos del “programa de fiestas”, la mezcla de olores y sensaciones que le producían las tiendas de antaño. “Tengo que echar mano de cosas concretas —decía el canónigo archivero de nuestra catedral—, para avivar mis recuerdos de la vieja tienda de la esquina. Los días de sol con el toldo verde sobre la puerta, los olores expandiéndose por toda la calle cuando soplaba el viento, el guardapolvos deslucido de Don…”

Las ciudades, como sus calles, monumentos, plazas o avenidas, nos pueden cautivar por su belleza arquitectónica o por la ubicación geográfica, pero el mayor encanto de las mismas siempre va asociado —al menos en mi caso— a personas determinadas que habitan en ellas. Y la Calle de Guadalajara no es una excepción. Lo experimenté hace unos días, en una mañana gélida, sin gente por la calle.

Me bastó con mirar a uno y a otro lado, subiendo la calle desde la esquina de Los Vagos (Plaza de Don Hilario Yaben) hasta el final de la misma, al pie de la catedral, para darme cuenta de que el alma y el encanto de ese centro neurálgico de la vida comercial seguntina sigue presente. Se lo dan quienes trabajan a uno y otro lado de ese recorrido.

Algunos nos dejaron —Hurtado, Aquilino, Pili, Fernando, Antonio, Julio, Paco—, otros se fueron jubilando —Pedro, Rafael, Diego, Felipe, Luis Alberto, Carmen— y los demás siguen en activo, como Llorente, Tomás, Carlos, Aurelio, Conchita o Isabel. La esquina del Tizón está mucho más triste. El reloj sigue en su sitio de toda la vida, pero se echa demasiado en falta la sonrisa, la simpatía y el carácter amable y acogedor de Fernando. 

Escenarios de la infancia, como la fábrica de calzados de Rafa Carrasco, la pastelería de Las Tobajas, los quesos y la cecina de Antonio Vela, los Tejidos Jomar, las frutas y verduras de Serapio Miño, las fotos y televisiones de Felipe Domenech, la droguería y perfumería de los hijos de Victoriano Olmeda (Paco y Tomás), los almacenes Álvarez, reconvertidos ahora en luminosa Farmacia de los Martínez, la tienda de cacharros de Antonino, padre de Juan Carlos García Muela, los Zapatos Toro, ahora despachados por un gran taurino, como Fernando Cortezón, la tienda de ultramarinos Muela… Seguro que me dejo en el tintero muchos nombres y no pocos escenarios, por lo que ya estoy pidiendo disculpas, pero todos —los que están y los que haya olvidado sin querer— figuran con letras de molde en el imaginario colectivo de los seguntinos.

Cuando uno recuerda el esplendor de esta calle, por la que inevitablemente desfilan procesiones o rondallas y se producen encuentros o simples intercambios comerciales, le cuesta más entender que existan hoy en día tantos locales cerrados. El libro de García Muela, “Tiendas de Sigüenza. Comerciantes y comercios del siglo XX” ofrece una visión detallada de ese pasado para todos aquellos que tengáis interés en profundizar en la materia. Sin embargo, la realidad actual es que en la Calle de Guadalajara unas tiendas cierran y otras no, como ocurre con los pimientos de Padrón.

Y como ocurre en la vida misma. Porque, al fin y al cabo, esta gran arteria de Sigüenza es fruto de los cambios sociales y económicos de nuestro  propio devenir histórico. Yo recuerdo en mi adolescencia (principios de los setenta), que fue un gran acontecimiento para todos nosotros la apertura de la Cafetería París, con aquella novedosa iluminación y aquel moderno mobiliario.

Pasado el tiempo, me enteré de que el flamante local era fruto del trabajo y del sacrificio de un seguntino, Pepe Sánchez, que había decidido emigrar a Francia con la familia después de la guerra. Son muchas historias.

Como diría Don Felipe, ¡O tempora, o mores!

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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