Grandes dosis de cinismo, hipocresía y polarización en estos tiempos de incredulidad bélica y horror con motivo de la invasión ilegal de Ucrania por orden de Putin. La guerra levanta odios y pasiones, es tóxica y corrosiva. Y todas las partes son responsables, que no culpables, en mayor o menor medida.
La caída del muro de Berlín en 1989 y el colapso de la URSS en 1991 -llevado a cabo sin grandes tensiones-, provocó la desaparición del llamado telón de acero -esa frontera política, ideológica, y en algunos casos también física, entre la Europa Occidental y la Europa Oriental-, y planteó a nivel global el nuevo rol de la OTAN -sistema de defensa colectivo que lo forman en la actualidad 30 países, liderados por EE.UU., que es el que más aporta-, ya que había conseguido su objetivo, contener a la URSS; incluso se habló de su disolución. Pero no. Hubo negociaciones para que no creciera más allá de una Alemania unificada, pero la lógica belicista y defensiva de la estructura atlántica prevaleció. Nunca se consideró seriamente la oportunidad de crear un nuevo orden mundial más colaborativo, un nuevo paradigma geopolítico en dónde Rusia, quizá en un futuro, tuviese cabida de una u otra forma en una Europa para todos. El ingreso en la OTAN de antiguos países de la esfera soviética (Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Bulgaria, Estonia, Lituania, Letonia, Rumanía, así hasta 13 países) ha sido una de las causas del aumento de tensión entre la OTAN y Rusia. No había necesidad de extender la OTAN hacia el este europeo, se puede pertenecer a una Europa económica sin integrarse en una estructura militar no europea, pero faltó empatía y sobró testosterona e intereses.
La crisis de los misiles en Cuba entre EE.UU. y la URSS en 1962, cuando en plena guerra fría se descubrió que había misiles nucleares soviéticos de alcance medio en la isla cubana, estuvo a punto de provocar una guerra nuclear que se evitó con el desmantelamiento y traslados de los misiles R-12 y R-14 de vuelta a la URSS. En relaciones internacionales, el concepto de seguridad es fundamental; es lógico pues que a ningún gobierno le guste contemplar la posibilidad de que se puedan instalar dispositivos militares -disuasorios, si son cabezas nucleares-- en sus fronteras, sobre todo si son de la competencia. ¿Por qué instalar bases militares y armamento si generan tan mal rollo? ¿Por qué dar oportunidad a la aniquilación mutua?
La guerra no era inevitable, sin embargo, hacía años que caminaba en esa dirección. La última oportunidad estuvo en el Acuerdo de Minsk de 2015, un oneroso acuerdo de paz que nunca fue respetado por las partes, que obligaba a reintegrar en una Ucrania federada las repúblicas de Donetsk y Lugansk, con poder de veto sobre la política exterior del país.
¿Se ha podido impedir esta invasión de Ucrania que se previa con antelación? Biden habló con Putin el 30 de diciembre de 2021, y volvió a hacerlo el 12 de febrero de 2022. Según el periodista y escritor Ernesto Ekaizer “las condiciones de negociación puestas sobre la mesa en diciembre pasado por Putin eran básicamente dos: abandonar el plan de entrada de Ucrania en la OTAN y acordar un tratado de seguridad bilateral entre Europa y Rusia que frenase la expansión de la OTAN hacia el este. Ambas fueron rechazadas por Estados Unidos”.
Pero más allá de la arrogancia de la OTAN, el principal y máximo responsable de este drama es Putin, con su invasión ilegal a un Estado independiente y soberano, anunciada e inimaginada, cada día que pasa más cruel. Es la guerra. Se destruyen almacenes de alimentos, infraestructuras civiles, instalaciones sanitarias y áreas residenciales, se incumplen los Derechos Internacionales, el Humanitario y el Penal. Pero las grandes potencias cuando les ha convenido siempre han vulnerado la legalidad internacional. Nos recuerda a las invasiones de Irak y Afganistán, llevadas a cabo por coaliciones militares de países lideradas por EE.UU., sin el mandato de Naciones Unidas, guerras ilegales. O a la sempiterna ocupación ilegal de los territorios palestinos por un Israel inmisericorde, o a la también sangrienta intervención militar en Yemen lanzada en 2015 por Arabia Saudí, o a la situación de abandono del pueblo saharaui, o a tantos otros dramas humanos injustos a lo largo de la historia.
Kiev
Todas las razones que alimenten la invasión de Ucrania no justifican nunca el horror de la guerra. Y si las razones dan derecho a invadir ilegal y militarmente un país, también lo dan al derecho de resistir. No se puede mirar a otro lado ante tanta crueldad. Nadie sabe cómo acabará todo esto, hasta cuánto están dispuestas a llegar las partes, si dispuestas a reconducir la situación o a sacar sus espolones.
Quizá Putin, gracias a la censura informativa, la propaganda oficial y a su escalada autoritaria, tenga el apoyo de gran parte de su pueblo -un 70%, según algunas fuentes, más entre la gente mayor que entre los jóvenes, más en pequeñas poblaciones que en las grandes urbes-, que comparte con él sino ideología al menos nacionalismo, el que representa un líder fuerte y capaz en el que confía una sociedad orgullosa y maltratada por la historia, y que cuenta con un ejército descomunal creado con los miles de millones que le pagamos por el gas y petróleo (600 millones de € diarios) que consumimos. Es la lógica económica. Pero Putin no es comunista, ni mucho menos lo que esa palabra representa, como nos repiten muchos medios de comunicación -el Partido Comunista Ruso, es la segunda formación en la Duma Rusa, su cámara baja-. Vladímir Putin es un autócrata conservador y nacionalista, patriótico e imperialista, que comparte ciertos objetivos y valores con la ultraderecha -de hecho, la financia-. No comparten la idea de una Europa fuerte y unida, ni les gusta el sistema de libertades y derechos, pero sí la idea de una Europa decadente y en crisis que convoca a los mitos del pasado, al tradicionalismo conservador -patria, fronteras, raza, familia, religión, etc.- y a actitudes retrógradas -homofobia, racismo, aporofobia, odio sexista, etc.-, que tratan de dar respuesta al malestar social de una sociedad precarizada, convulsa y desorientada, en lo material y en lo espiritual. A rio revuelto, ganancia de pescadores. Que Putin pueda tener buen rollito con la ultraderecha, solo puede ser síntoma de un mundo -o una democracia- en crisis.
Ucrania, o sus sucesivos gobiernos, también tienen su cuota de responsabilidad al no haber podido crear un proyecto de país integrador que reflejara las dos almas de la sociedad, el alma rusa y el alma ucraniana -la población es bilingüe-. Quizá porque no les dejaron. Unos dirigentes pensaban que Ucrania debía integrarse más en Europa, otros que debía estar estrechamente conectada con Rusia. La memoria histórica del país fracturada. Rusia nace en Ucrania, y Kiev es su madre. En el siglo IX la Rus de Kiev incluía los territorios de la actual Bielorrusia, Ucrania y Rusia europea, convirtiéndose en los siglos X y XI en el Estado más grande y poderoso de Europa, con capital en Kiev, sentando las bases para la identidad nacional de ucranianos, bielorrusos y rusos. Bastante tiempo después, tras muchos avatares históricos y el posterior colapso de la URSS y del Pacto de Varsovia, el 1 de diciembre de 1991, el 90% de los ucranianos expresaron su apoyo a la declaración de independencia de su país, pero también declararon ser un país neutral. ¿Por qué no aceptar permanecer fuera de la OTAN, que no de Europa, para complacer e integrar el alma rusa en un mismo proyecto nacional?
El presidente de Ucrania Volodimir Zelensky, un cómico judío e inexperto, ganó con un mensaje conciliador en segunda vuelta las elecciones de 2019 con más del 70% de los votos, lo que le otorga legalidad y legitimidad. Antes de la actual invasión su índice de aprobación no llegaba al 20%, principalmente porque no había podido cumplir su promesa electoral de encontrar una solución pacífica al conflicto en la región de Donbás y además había empezado a hostigar a sus oponentes. Su gobierno se alimenta de una ultraderecha nacionalista que excluye la pluralidad de otras voces -está prohibido el Partido Comunista de Ucrania- y margina los intereses del alma rusa ucraniana, lo que no parece muy inteligente. Pero esta presencia nazi -una de las razones esgrimidas por Putin para la invasión- también se expresa en milicias y grupos ultraderechistas -sobre todo rusos, alguno serbio- que apoyan sobre el terreno a Putin. Esta retórica de la desnazificación tampoco cuadra con el hecho de que en algunas zonas ocupadas no se está recibiendo a las tropas invasoras como a supuestos liberadores, y que el objetivo de la anexión es clara si se ofrecen pasaportes rusos a la población ocupada.
Ucrania es sobre todo víctima de un juego cruzado entre la OTAN y Putin, el tablero de ajedrez de una partida entre contrincantes desalmados, invitada de piedra a su pesar. Para la mayoría de los militares y expertos consultados, la guerra la tiene perdida Ucrania desde el minuto uno, y el envío de armas solo alargará el conflicto, por lo que la solución pasaría por negociar. Sin embargo, la vía del diálogo ha fracasado por ahora. Las peticiones para negociar entre las partes para poner fin al conflicto han sido infructuosas. Israel, China, Francia, Alemania, Turquía o el Vaticano, han intentado mediar con Putin, pero sin éxito.
A la OTAN le gustará que se establezcan negociaciones de paz entre Putin y Ucrania, y por eso arma a la resistencia ucraniana para que el conflicto dure lo suficiente o se equilibre, para sacar el mayor rédito geopolítico posible. En realidad, la OTAN viene apoyando a sectores ucranianos europeístas y nacionalistas desde que armó a la oposición al presidente prorruso Yanukóvich en 2014, ante la oposición rusa a la adhesión de Ucrania en la UE, que precipitó en el Euromaidán y en su derrocamiento; a continuación, Rusia ocupó Crimea y comenzó la guerra del Dombás, inicio de las hostilidades actuales. A Putin por el contrario le gustará negociar una rendición en una victoria rápida y quirúrgica, y de no conseguirlo, subir el pistón de la guerra y no parar hasta controlar lo que quiera controlar de Ucrania, aunque para ello llegue a su destrucción, como ya empieza a ser visible -es la doctrina Grozni, en alusión a la capital chechena arrasada totalmente por el ejército ruso en 1999-, y desde su posición de fuerza, sacar también el mayor rédito geopolítico a sus intereses nacionales e imperiales. Se dice que Putin es el tipo de persona que nunca inicia una batalla que no está segura de ganar.
Para algunos analistas, la invasión de Putin va a romper las conexiones creadas entre Occidente y Rusia tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS y va a alumbrar un nuevo orden mundial de bloques: capitalismo liberal versus capitalismo autocrático -con Rusia y China como máximos exponentes-. Esta confrontación aislará a Rusia, provocará su desoccidentalización y romperá su dependencia de las tecnologías occidentales y de los mercados financieros -por el dominio del dólar-, aunque ganará en autonomía. Por otro lado, la invasión ha reforzado a la OTAN y unido a Europa.
Y luego están los efectos colaterales. La censura, la manipulación, la desinformación y la caza de brujas que tienen lugar en todos los países implicados. Yo por salud mental, me abstengo de seguir los medios, más que nada por si me da por salir de casa con casco de combate.
Recogida de ayuda humanitaria para Ucrania en Madrid.
Por otro lado, es muy grato ver la respuesta europea ante la crisis de los por ahora tres millones de refugiados ucranianos. Si el ser humano es capaz de lo peor y lo mejor, esta solidaridad y ayuda humanitaria significa que todavía hay esperanza, pero también algo muy humano como la hipocresía o el doble rasero que supone el trato distinto que hemos dado y seguimos dando a otras crisis de refugiados, con vallas y concertinas, con campamentos de acogida más allá de las fronteras europeas. No son europeos cristianos blancos.
Otra paradoja viene por las sanciones económicas impuestas a Rusia con motivo de la invasión, que a corto plazo no parece que alterarán el rumbo de la ofensiva militar, y a medio-largo plazo dependerá de la sociedad rusa, que o cierra filas con su líder ante el intento de “cancelar” Rusia o le responsabiliza de sus penurias. Pensadas para dañar la economía y dirigidas a la élite política y económica rusa -que disfrutan de los beneficios del capitalismo global-, estas sanciones van a afectar principalmente a los ya maltrechos y precarizados ciudadanos, de aquí y de allá. Thomas Piketty, economista, dice que habría que crear un registro financiero internacional para poder dañar a las grandes fortunas rusas, y no a su pueblo. Este registro financiero internacional marcaría la trazabilidad de sus activos inmobiliarios y financieros, pero esta transparencia perjudicaría también a las grandes fortunas y multimillonarios occidentales, que comparten intereses, paraísos fiscales y privilegios con las grandes fortunas rusas. Los oligarcas rusos son nuestros meritorios y emprendedores empresarios hechos así mismos. No hay que olvidar que las grandes fortunas, estén donde estén, comparten la ideología neoliberal capitalista, y como tendencia más actual, una concentración del capital y de la riqueza en muy pocas manos. Como señala también Thomas Piketty, esta élite extractiva y oligárquica, estas corporaciones y grandes fortunas gozan de privilegios y un trato de favor (jurídico, fiscal, político) que cuestionan la idea de democracia y afecta a la convivencia. Los mismos perros con distintos collares.
Además de execrar de Putin, y de todos los autócratas del mundo, esta mierda de invasión nos enseña que la destrucción de un país y la muerte de civiles inocentes es el precio al que están dispuestos a llegar los tiranos desde la lógica del poder, la ambición y la historia; y que la guerra y sus consecuencias es una oportunidad de negocio.
Rusia tendrá que cambiar y Occidente hacer las cosas de forma diferente. Habrá que considerar las percepciones de Rusia, ganar su confianza y establecer una nueva arquitectura mundial.