Desde el luminoso salón de su vivienda, casi esquina a la madrileña plaza de Olavide, el escritor Luis Landero me recordaba recientemente su infancia y lo mucho que disfrutaba en el campo extremeño durante los veranos. Era su estación preferida y así lo refleja en una de las referencias autobiográficas de su novela “El balcón de invierno” (Editorial Tusquets, 2014).
Desde el luminoso salón de su vivienda, casi esquina a la madrileña plaza de Olavide, el escritor Luis Landero me recordaba recientemente su infancia y lo mucho que disfrutaba en el campo extremeño durante los veranos. Era su estación preferida y así lo refleja en una de las referencias autobiográficas de su novela “El balcón de invierno” (Editorial Tusquets, 2014).
“El verano era una época de libertad, casi de impunidad”, afirma Landero. “Los días – continúa - eran largos, las noches claras, había mucha gente yendo y viniendo por los caminos y veredas, las cuadrillas de segadores se desplegaban con sus camisas blancas y sus grandes sombreros de paja por los trigales amarillos, y uno podía vivir a su albedrío, subirse a los árboles, bañarse en una alberca, cazar ranas y grillos, perseguir perdigones, correr y correr sin cansarse jamás, incluso bajo el sol implacable de la siesta…”.
Después de releer este párrafo de su novela, comprendo la emoción del escritor al recordar aquellos veranos de su infancia. Una emoción perceptible y apenas disimulada por la mascarilla de obligado cumplimiento. Los veranos de entonces, cuando el campo tenía vida y la mano de obra en la agricultura no había sido reemplazada todavía por la maquinaria, han dejado una huella imborrable en quienes los vivimos de niños con la mayor intensidad.
Castillo de la Riba de Santiuste. Foto: Antonio López Negredo.
Quizá porque los días también eran más largos, el tiempo nos cundía una barbaridad. Después de colaborar desde primeras horas de la mañana en las tareas del campo – segar, acarrear, trillar en la era, llevarle la comida a los segadores y hacer algunos otros recados -, todavía quedaba tiempo y ganas para echar en el prado un partido de fútbol o para subir al castillo y explicarles a los niños veraneantes que habían emigrado con sus padres a la ciudad dónde se escondían los conejos y cómo eran los nidos de abejarucos, horadados en los barrancos.
Recuerdo que un primo mío, criado en el asfalto y desconocedor, por tanto, de nuestro hábitat natural, tenía la costumbre de meter las lagartijas que cazábamos al pie de la montaña en agujeros de arena, que luego cubría con cartones. En su cabeza de urbanita no entraba la posibilidad de que aquellas lagartijas – algunas con el rabo partido - pudieran fugarse con suma facilidad escarbando. Nos acusaba de habérselas robado.
El campo nos ofrecía cada verano múltiples ofertas de ocio, todas ellas al aire libre y sin más barreras que nuestra propia imaginación. Podíamos pescar cangrejos en el río, bañarnos en sus pozas desnudos – con el riesgo que entrañaba el que alguien desde fuera del agua tuviera ganas de conversación – o irnos al pueblo de al lado en bici. Era también una costumbre muy arraigada entre los más jóvenes pasear junto a la carretera para intentar adivinar la marca de los pocos coches que la transitaban o para identificar a los viajeros que se bajaban del coche de línea que hacía el trayecto entre Sigüenza y Romanillos de Atienza.
Cuando la faena se lo permitía, mi tío Damián tenía también el detalle de invitarme a cazar conejos con sus dos perrillas. “Vamos a ver si cazamos algo”, me decía. Y, tal era la habilidad y la compenetración de aquella pareja de canes, que rara era la vez que no metíamos algún gazapo en las alforjillas. Y si ese día la cosa no se daba bien, me quedaba el recurso de poner a última hora de la tarde algunos cepos en las praderas de Las Cobatillas.
En verano sólo pisábamos nuestra casa a la hora de las comidas y cuando íbamos a por el pan con chocolate de la merienda. Tampoco es que la pisáramos mucho en invierno, pero anochecía más pronto y había que protegerse del frío al lado de la lumbre. A los padres, por otra parte, no les preocupaba demasiado dónde estábamos, siempre que nos ajustáramos a los horarios de comidas establecidos y no hiciéramos alguna que otra fechoría, como levantar tejas de algún tejado para comprobar si ya habían echado pluma las crías del nido.
La libertad que teníamos los niños de pueblo era muy superior a la que tenían los niños de las ciudades, como pude constatar cuando mis padres decidieron emigrar a Sigüenza siendo yo un adolescente. En el campo, para empezar, podías llevar siempre encima un tirachinas o moverte en bicicleta, aunque corrieras el riesgo de que un animal o una piedra suelta se cruzara en tu camino. Eso sí, la bicicleta no se compraba: se heredaba – como la ropa y el traje de comunión – de los hermanos mayores.
El pueblo de la Riba de Santiuste. Foto: Antonio López Negredo.
Si querías montar en la bici de mayores – porque tampoco la economía familiar daba para comprar bicis de niño –, al no llegar con los pies a los pedales tenías que agenciártelas para conducir por debajo de la barra. La operación no era sencilla, pero a base de constancia y entrenamiento adquiríamos las habilidades de un contorsionista. En una ocasión, recuerdo que me clavé el manillar en el pecho y me hice una herida importante al intentar saltar una acequia que resultó ser bastante más grande de lo que parecía. Pero las marcas que uno lleva en la piel, como las cornadas de los toreros, forman parte del palmarés acumulado durante aquellos veranos en libertad y rebeldía.
Son las huellas imborrables que nos dejó aquella infancia un tanto salvaje, pero libre. Con las rodillas y los codos siempre raspados y con las señales inevitables de alguna pedrada perdida, fuimos niños muy felices.
Hoy muchos de aquellos niños de pueblo podemos sentirnos orgullosos de haber disfrutado en el campo los mejores veranos de nuestras vidas.
Javier del Castillo