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Érase una vez una ciudad cuya existencia dependía del turismo. No era la única en aquel mundo, pero sí una de las más importantes y muchas veces se ponía de ejemplo. Tanto sus aspectos buenos como los no tan buenos. El conjunto de sus bellezas, unido a una presencia a lo largo de la Historia difícil de resumir, la hizo acreedora a todos los galardones. Por ejemplo, estaba declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. También ostentaba marcas mundiales en otros aspectos como la aglomeración de visitantes y sus consecuencias de incomodidad y contaminación (de diversos tipos), entre otros. Ante esta situación las autoridades trataron de gestionar los problemas creados para, sin perder los multimillonarios ingresos, intentar hacer más cómoda la vida a residentes y visitantes. Era una tarea difícil porque en el centro histórico de la ciudad vivían cincuenta y dos mil vecinos (52.000) y recibían, al año, a veinticinco millones (25.000.000) de visitantes. Tuvieron que desviar los grandes barcos, cargados de turistas, a un puerto cercano y, desde allí, los trasladaban en un ejército de autobuses. Incluso trataron de instalar un sistema de semáforos para organizar el tráfico de personas en lugares emblemáticos y, siempre, muy concurridos… Cualquier cosa que permitiera seguir con el negocio porque incluso su calificación como Ciudad Patrimonio de la Humanidad estaba en peligro. Ya les habían avisado desde la UNESCO.

Piazza d´Italia con statua. De Chirico.

Entonces apareció un virus que se extendió por el mundo.

Con el cierre general, debido a la pandemia, los problemas de esa ciudad fueron otros. Ya no tenían aglomeraciones. Y ese era el problema, si no había visitantes, no eran necesarios los negocios para atenderlos. Pero como la actividad económica de la ciudad y sus alrededores estaba basada, dependía, del turismo la falta de turistas significaba algo más que cierta tranquilidad casi desconocida: era la ruina. Cuando llevaban varios meses en esa situación, las autoridades, las asociaciones profesionales, los particulares, clamaban por buscar una solución. No era fácil, porque la base de su economía se basaba en el traslado masivo de visitantes. Lo cual estaba, de repente, prohibido. Tanto para los más cercanos como para los de otros lugares del mundo.

Siguieron pasando los meses y, cuando estaba a punto de cumplirse un año de la declaración de la pandemia, la situación cada vez era peor. Empezaron a abundar los anuncios de venta de establecimientos hoteleros y, por supuesto, los cierres. Las calles siempre concurridas, pero abarrotadas en la época de carnaval, estaban desiertas. Lo que da una idea clara de cómo estarían bares, restaurantes y hoteles.

Algunos conocedores de la cuidad y su economía resumían así la situación:

"Venecia tenía este defecto, que deberíamos cambiar en el futuro: tenemos solo el turismo, lo que nos hace más frágiles", dijo Claudio Scarpa, director de la Asociación Veneciana de Hoteleros.

Claudio Vernier, presidente de la asociación que agrupa a los distintos negocios que abren sus puertas en el centro de máxima atracción, la plaza de San Marcos, remacha: "Una ciudad que apuesta solo por un tipo de economía está destinada al fracaso".

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

 

 

 

 

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