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El relato de los hechos históricos se produce siempre, por definición, después de acontecidos. Se reclama, a veces, cierta distancia para poder hablar con perspectiva, se dice, y para evitar en alguna medida posibles ofuscaciones del momento. Así, las interpretaciones de hechos pasados son tanto más dispares cuanto más tiempo haya transcurrido desde el suceso y más comentaristas, cada cual con su bagaje cultural y social, los hayan tratado. Porque, con ser importante la variedad de visiones, lo es mucho más que cada una está dirigida a un momento específico de una sociedad concreta. Es decir, la interpretación no se hace en el mundo ideal del conocimiento puro sino en el imaginario de un grupo humano al cual se dirige el comentarista. Los importantes no son los antiguos; son los que forman la audiencia del relator, aquellos para quienes escribe.

Es lo mismo que pasa con los corresponsales de prensa en un país extranjero. Hablan sobre un sitio en el que, con suerte, han vivido o visitado con cierta frecuencia. Pero sus lectores son los de otro lugar y es a esos a los que tiene que cultivar sin perder de vista sus prejuicios y apriorismos. Con cuidado de no llevarles la contraria, porque son los que compran el periódico o sintonizan la cadena de televisión. Y si la crónica deja de bruñir el estereotipo esperado, lo hace mal o se desvía de la línea editorial..., los jefes del corresponsal lo llamarán al orden o lo pondrán en la calle.

Con estas gafas de enfoque selectivo se cuentan desde las crónicas locales más apegadas a una aldea a las grandes construcciones historiográficas. Da lo mismo revoluciones que imperios, exploraciones geográficas que movimientos culturales a lo largo de siglos. Es igual hablar de escaramuzas bélicas que de guerras continentales, de conquistas o reconquistas. Unas veces con mayúsculas y otras no, depende de quién, cómo, cuándo y, muy importante, recordemos, para quién se cuente el hecho. En cualquier caso, la vista en el pasado intenta explicar, justificar, un presente y, a veces, vislumbrar un futuro. Pero no lo suele hacer con afán de nueva construcción porque el riesgo de inventar el futuro y fallar es alto. Las revisiones del pasado suelen llevar aparejadas la voluntad de vuelta a una Arcadia a la medida, si es que se trata de recuperar glorias perdidas, o, también puede ser, como medio de resarcirse de viejas adversidades.

Cuando ya se ha cumplido un año de la irrupción en la vida de millones de humanos del virus SARS-CoV-2, y casi uno desde que algunas autoridades se dieran por enteradas, seguimos sin planes claros, precisos y conocidos para organizar la vida no ya de mañana, la de hoy mismo. Repetimos acciones por inercia pero no sabemos hasta cuándo va a funcionar. Sin embargo, es constante la llamada a alcanzar, a conseguir, la normalidad. La que sea. Tanto da la nueva, esa entelequia desdibujada, como la vieja: un dejarse llevar sin rumbo. Se dice, incluso, que eso va a pasar cuando toda la población esté inmunizada. Algo automático, con la última dosis todo se pone en marcha como si se hubieran colocado unos fusibles nuevos. Aunque en el fondo, más o menos hondo, todo el mundo sabe que esa forma de vida que conocimos no va a volver. En algunos casos por suerte y en otros no. Pero sea donde sea que desemboque este proceso no será porque funcionen, o fallen, nuestros planes. Porque no existen. Una vez más en la Historia estamos andando de espaldas al futuro y mirando, alucinados, al pasado. En el mejor de los casos, intentando explicarnos cómo hemos llegado aquí y tratando de averiguar cómo ponernos al día con lo que pasó hace doce meses. Pero de ninguna manera qué hay que hacer, a dónde ir, qué podemos construir, con lo que tenemos entre manos, para salir adelante.

 

 

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