Vivimos tiempos de zozobra, momentos convulsos y de incertidumbre, en los que conviene diferenciar entre lo importante y lo superficial. Sin necesidad de señalar culpables, es bastante evidente que la España oficial va por un lado y la España real por otro. Y me atrevería a decir que mucho tienen que cambiar las cosas y la forma de trabajar de los políticos por los intereses generales de los ciudadanos para que pueda producirse el reencuentro. Para que se recupere la confianza y para que volvamos a mirar al futuro con ilusión.
Aunque “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible” —frase atribuida al ingenio del torero Rafael Guerra—, lo único bueno que nos va a dejar esta maldita pandemia del coronavirus es la certeza de que somos mucho más vulnerables de lo que nos creíamos y que los verdaderos héroes de esta sociedad son casi siempre personas anónimas, personas a las tenemos al lado, aunque nunca hayamos recalado en ello. Personas generosas y solidarias que se están dejando la piel para salir adelante y superar todas las dificultades imaginables, al mismo tiempo que son capaces de arrimar el hombro y ayudar a quienes más lo necesitan.
Todos tenemos a alguien cerca de nosotros para ponerlo como ejemplo. Todos conocemos a héroes anónimos, alejados de los focos, de las vanidades y de los premios, que entregan su vida por una causa tan noble como la de hacer que otros también puedan disfrutarla. En medio de tanta falsedad e impostura, de tantas promesas incumplidas y de tantos anunciados proyectos que jamás se llevarán a cabo, estas personas consiguen reconciliarnos con lo mejor de nuestra condición humana.
Intentaré preservar el anonimato, pero no puedo resistirme a contar una historia que la llevo viviendo de cerca desde hace ya muchos años, y que nos demuestra hasta qué punto una persona puede renunciar a la libertad y a las comodidades para dedicarse en cuerpo y alma a cuidar de una hermana con discapacidades físicas.
Desde hace seis años, la hermana mayor no puede moverse y es trasladada de la cama a una silla y de la silla a la cama, pero jamás la he visto lamentarse. Nunca la he escuchado quejarse, pese a sus dolencias. Todo lo contrario. Sonríe y acepta con total naturalidad su obligado confinamiento. Si Dios lo ha querido así, no hay más que hablar. Cuando le comentas los encierros domiciliarios a los que todos fuimos sometidos en la primavera pasada, sonríe. “Yo llevo ya años sin salir de casa y estoy más acostumbrada”, te comenta, sin dejar de observarte con ironía y sin dejar de sonreír.
Los seis años que lleva metida en su casa de toda la vida —sobre la cama o en una silla de ruedas—, no han logrado bajarle la moral, ni mucho menos quitarle las ganas de vivir. Su hermana se encarga también de que eso no ocurra, estando siempre a su lado. Juntas desde que eran unas niñas, han llegado a la vejez mostrando una sintonía realmente admirable.
Hace algún tiempo, en una de mis visitas, sonó el teléfono. “Es C., que quiere hablar contigo”, le anuncia la hermana. Ella coge el teléfono con alguna dificultad por la artrosis de las manos y a través de la conversación deduzco que habla con una amiga que se ha quedado viuda y que la llama de vez en cuando porque necesita escuchar sus consejos y palabras de ánimo. “Ya sé que es muy duro, C., pero tienes que ser fuerte y creer mucho en Dios. Claro, claro, hay que aceptar lo que nos pase y no venirnos abajo”.
La escucha, la consuela, la anima, le dice que tiene que mirar hacia delante y, cuando C. cuelga, la hermana me explica que son varias las amigas que la llaman con frecuencia para contarle sus problemas. En ese momento, me viene a la memoria un popular consultorio radiofónico de los años sesenta, pero aquí no haytrampas ni cartón. Todo es tan real como la vida misma. Lleno de amor y comprensión.
La artrosis le impide desde hace algo más de un año hacer bonitos jerséis de lana y otras prendas que las monjas se encargaban de enviar a los niños de África. Ha sido una de sus grandes pasiones, una tarea a la que ha dedicado muchas horas y con la que se sentía feliz, mientras sus manos la permitieron manipular las agujas. En alguna ocasión, mientras su hermana me mostraba orgullosa la última producción de jerséis con distintos colores y dibujos, ella se ruborizaba y decía: “me gustaría poder hacer muchos más, pero estas manos se me están quedando sin fuerzas”.
Las dos hermanas, mis tías, son para mí una referencia. Nunca recibirán premios, ni reconocimiento alguno, pero les aseguro que el premio que se merecen ya me lo han dado a mí con su ejemplo, demostrándome que en la trayectoria vital de estas dos personas, de estas dos heroínas anónimas, no hay espacio para la impostura, el egoísmo, la codicia o la maldad. Y, el día que falte una de ellas, es muy probable que la otra siga sonriendo y mostrando un gesto de felicidad.Una felicidad que radica en las pequeñas cosas y en los grandes sacrificios que han enriquecido sus vidas.
Ahora, en medio de esta segunda oleada del coronavirus, Antonio, colega, además de amigo y paisano, me recuerda que la crisis sanitaria puede hacer más por la repoblación de la España vacía que los múltiples proyectos e iniciativas que tratan de poner en marcha las administraciones centrales, autonómicas o provinciales, así como las distintas comisiones creadas al efecto. No hay mal que por bien no venga.
Mientras tanto, nos conformaremos con los héroes anónimos que nos quedan.