Ni canción del verano, ni fiestas, ni peñas, ni pasacalles, ni encierros, que bastante encierro tuvimos la primavera pasada con el estado de alarma y el obligado confinamiento. Hace un año, por estas fechas, ya había empezado la Liga y Pedro Sánchez presidía un gobierno en funciones, a la espera de algún acuerdo o de nueva convocatoria electoral. Antes de hacer las maletas, con la imagen todavía presente y evocadora de la procesión de Los Faroles, Sigüenza recuperaba la calma. Volvía a la normalidad. Se agradecía en ese final de agosto la bajada de las temperaturas y el aire fresco que acompaña a las noches seguntinas.
Este año todo ha sido distinto. Un verano atípico, de mascarillas agobiantes y distanciamiento social obligado, aunque no siempre se hayan respetado las distancias. “Lávese las manos con el gel hidroalcohólico, póngase la mascarilla y no se acerque. Mantenga por favor la distancia”, advierte el funcionario de turno. ¿Le parece bien la quirúrgica, la higiénica, la EPI o mejor la FPP2? Sensación de agobio, sonrisas forzadas y gestos apenas perceptibles de preocupación, detrás de esta prenda imprescindible que nos tapa la boca y la nariz cada vez que salimos de casa.
Uno de los primeros días de las vacaciones, cuando ya había salido a la calle, caí en la cuenta de que me había olvidado en el perchero de la habitación este inseparable “objeto o trozo de tela o papel que se coloca sobre la nariz y la boca y se sujeta con una goma o cinta en la cabeza para evitar o facilitar la inhalación de ciertos gases o sustancias” (RAE). No era la primera vez, por cierto, que me había ocurrido algo parecido y desde hace algún tiempo, para evitar males mayores, llevo un paquete de mascarillas sanitarias en la guantera del coche.
Pero, en este caso, preferí llamar a casa desde el portero automático y pedirle a mi mujer que me lanzara por la ventana la mascarilla olvidada. La mascarilla fue descendiendo, hasta que una corriente de aire la arrastró y la dejó colgada en uno de los tubos de conducción del gas que sobresalen de la pared. No sabía qué hacer ante ese imprevisto, mientras observaba la mascarilla a varios metros de altura. Pero gracias a mi buena puntería, ejercitada en mis años de infancia con tirachinas, conseguí recuperar el dichoso trapito, la prenda más popular del verano; esa humilde mascarilla que nos cubre las vías respiratorias y nos impide muchas veces reconocer a quienes se cruzan en nuestro camino.
El verano de 2020 ha sido, sin lugar a duda, un verano raro, raro, raro… Un verano en el que nos hemos visto obligados a superar el miedo al coronavirus, intentando hacerlo compatible, pese a los rebrotes, a la necesidad de recuperar una normalidad que se me antoja cada vez más difícil.
Una de las primeras reflexiones que conviene hacerse, después de las vacaciones de este año, es si seremos capaces de doblegar a esta pandemia en España con las directrices de un gobierno que se parece bastante al ejército de Pancho Villa o atendiendo ahora a las medidas de protección aplicadas por otros 17 gobiernos que hacen la guerra por su cuenta y procuran eludir responsabilidades cuando los contagios se incrementan.
El coronavirus amenaza, mientras tanto, nuestras vidas y nuestras economías. Y, lo que todavía es más preocupante, nos avisa cada día de lo frágiles y vulnerables que somos, a pesar de los avances tecnológicos y a pesar de los descubrimientos científicos de nuestro mundo globalizado. El maldito virus anda suelto y ha sido capaz de encerrarnos durante meses en nuestros domicilios, provocando en España cerca de cincuenta mil víctimas mortales, una cifra que está muy lejos de los 29.000 fallecidos de las listas oficiales. Desgraciadamente, tenemos un gobierno que se resiste a reconocer la cifra real de fallecidos.
Por otra parte, una generación ejemplar, que logró reconstruir y hacer más moderno y habitable un país que había sido destruido por la guerra, se nos ha ido por el desagüe del olvido y la indiferencia. Son nuestros héroes caídos, los abuelos que tantas lecciones nos han dado y que se han marchado en medio de la soledad y del olvido. Decenas de miles de mayores han perdido la vida en una pandemia que pensábamos que era como la gripe y que no fue atajada cuando estábamos a tiempo de pararla. Decenas de miles de familias tienen que llorar ahora la ausencia de sus seres queridos —otras muchas han cerrado sus empresas o han perdido sus trabajos—, mientras me sigo preguntando si, con todo lo que ha caído, seremos todavía incapaces de aprender de los errores cometidos.
El uso de las mascarillas, el distanciamiento social y la higiene personal son importantes. Para todos y sin excepciones. Los ciudadanos españoles tenemos que tomar conciencia de la gravedad de la situación en la que vivimos y pensar en cómo salir de esta crisis que no tiene precedentes en los últimos cien años.
Hasta hace algunos días, caminaba por el pinar de Sigüenza con la mascarilla preparada en el bolsillo para enfundármela cuando me cruzara con alguien. Ahora, ya en Madrid, es una prenda que me cubre la cara desde el mismo momento en que salgo de casa. La vuelta de este verano de mascarillas y distancias se presenta complicada. Vuelven los niños a los colegios, pero se mantiene la incertidumbre…, y se siguen incrementando los contagios.
Menos mal que ya empezamos a estar curados de espanto.
Javier del Castillo
Ilustración: Galia