Ha tenido que ocurrir una tragedia, una catástrofe como la que todavía estamos viviendo, para que nos diéramos cuenta de que ellos estaban entre nosotros. Indefensos, ensimismados en sus recuerdos, intentando recuperar momentos felices, con esa memoria selectiva de la que algunos se ven privados por culpa del maldito alzheimer. Muchos de ellos, decenas de miles, han dejado este mundo en la más triste soledad, abandonados a su suerte, entre la sinrazón y la impotencia.
El coronavirus ha diezmado y se ha llevado por delante a una generación irrepetible, curtida en la adversidad y en el sacrificio. Muchos de ellos nacieron durante la guerra civil y otros eran casi unos niños durante la contienda o se quedaron huérfanos cuando los bombardeos dejaron paso a los escombros y a la miseria, en un país devastado por la guerra. En sus recuerdos más lejanos están las meriendas con pan duro y una onza de chocolate, el huevo frito compartido, la leche en polvo, las cartillas de racionamiento o el abandono del colegio porque había que echar una mano en casa.
Con el paso de los años, en aquella España marcada por la escasez y la grisura de la posguerra; en aquel país que intentaba mirar hacia delante, superando las heridas de una contienda fratricida, comenzaron a ver un poco de luz al final del túnel. Los primeros “brotes verdes”, entre los edificios reconstruidos. Después de tantas privaciones y sacrificios, la generación de nuestros padres empezaba a ver a partir de los años sesenta algún resquicio de esperanza en la emigración y en el desarrollo de los primeros polígonos industriales. Sus hijos – menos mal – ya podíamos estudiar, incluso hacer una carrera, gracias a su enorme sacrificio.
Pues bien, estos hombres y mujeres, que se pasaron media vida luchando para sacar adelante a sus familias y que por fin pudieron empezar a celebrar con entusiasmo los progresos y el bienestar de sus hijos, han muerto de forma inhumana. No se merecían acabar así, abandonados a su suerte, en medio de una pandemia en la que a muchos de ellos ni tan siquiera les dieron la oportunidad de despedirse de sus seres más queridos. Nuevamente, sacrificados por una causa mayor.
La deuda que tiene este país con la generación anterior a la nuestra es enorme. Impagable, inabarcable. Ellos, después de haber sido niños de la guerra y niños huérfanos a los que en muchos casos se les ocultaban las causas reales de la muerte del padre o del abuelo, fueron luego capaces de mirar hacia adelante y de poner los cimientos para construir un país moderno y democrático. Cuarenta años después, al final de la dictadura, también fueron capaces de volver a sacrificarse con la mejor intención posible: “que vosotros no tengáis que volver a pasar las mismas calamidades que hemos pasado nosotros”, como me repetía mi madre.
Pero, desgraciadamente, el legado de esta generación que debíamos de tener colocada en un pedestal se ha ido perdiendo en el olvido, como se ha perdido la tolerancia a quien discrepa de los postulados propios. El odio que ahora se respira entre los nietos de la generación de españoles que decidió pasar página y buscar puntos de encuentro para reconciliarse es la prueba más evidente de que los hemos olvidado.
Cuando todavía vivía mi padre, en sus últimos años, fui testigo en muchas ocasiones de aquellas historias ya lejanas que le contaba a mi hija Isabel, y que yo ya había escuchado otras tantas veces. Eran historias duras, pero tan reales como la vida misma. En alguna ocasión su nieta, mi hija, le recordaba que aquello que le estaba relatando ya era la cuarta o la quinta vez que se lo había contado.
Sin embargo, no por reiterativo era más oportuno y necesario. Conocer lo que han hecho quienes nos precedieron – lo bueno y lo malo – debería formar parte de la educación obligatoria en las siguientes generaciones. Cuando mi padre le contaba a mi hija cómo había visto sacar de la iglesia y quemar las imágenes de los santos o cómo se llevaban, los de un bando o los del otro, a vecinos que ya nunca más volverían a verlos es duro. Sin embargo, esa tragedia también necesita contarse. Aunque sólo sea para comprender, desde la distancia, algunas de las cosas que ahora nos pasan y, sobre todo, para poder darles el valor que realmente tienen los conceptos de respeto y tolerancia.
La comunicación entre generaciones creo que se está perdiendo justo cuando más facilidades tenemos para mejorarla. La brecha generacional se agranda, a pesar del importante papel que siguen jugando los abuelos en las familias – especialmente en los momentos más duros de las crisis económicas – y se acentúa además por la omnipresencia de los móviles y sus múltiples aplicaciones en nuestras relaciones. El niño que antes escuchaba encantado las batallitas del abuelo, aunque fueran repetidas como las de mí padre, prefiere ahora ponerse videojuegos en la tableta o en el smartphone y disfrutar de sus batallas virtuales.
La generación de nuestros mayores también ha llegado tarde a las nuevas tecnologías. Aunque a muchos de ellos estos avances tecnológicos les hayan servido para despedirse de sus hijos por videoconfencia. Tampoco ha tenido tiempo de asimilar tanto progreso.
Nacieron con la crisis, lucharon luego para levantar el país, sufrieron infinidad de penalidades antes de ver disfrutar a sus hijos y nietos… Y, ahora, con todo lo que han pasado, se nos mueren en medio de otra maldita crisis.
Sólos, sin consuelo, como si hubiera caído una maldición sobre ellos.
Javier del Castillo