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No soy de siesta, pero reconozco haberme quedado traspuesto en estos primeros días de vacaciones con los finales de etapa del Tour de Francia. Desde que no gana la prueba un corredor español – Delgado, Induráin o Contador - sus efectos adormecedores son casi equiparables a los producidos por los documentales de La 2, con esa voz grave y pausada del narrador sobrevolando la sabana de Tanzania. En cualquier caso, las dos opciones – el Tour y los documentales - me parecen válidas para desconectar y tomar distancia de una realidad que cada día nos depara sorprendentes novedades.

Después de una de estas duermevelas veraniegas, me he propuesto reflexionar en voz alta sobre algunas de las cuestiones que acaparan la actualidad española en las últimas semanas y he llegado a la conclusión de que estamos asistiendo al final de un ciclo. A un final de etapa y a un cambio de modelo, donde casi nada es ya previsible. Abres un poco los ojos y te das cuenta de que aquello que hasta ahora te parecía normal y estable ha dejado de serlo. Cada día te sorprendes con noticias increíbles, muchas veces inexplicables, y que no merecerían comentario, si no fuera porque muchas de ellas acaban instalándose en una extraña normalidad.

Por ejemplo, en la política. No me parece normal que algunos se alarmen porque el nuevo presidente del PP, Pablo Casado, sea más o menos de derechas, cuando lo realmente extraño sería que lo fuera de izquierdas o que tuviera que pedir perdón por defender ideas conservadoras y valores distintos a los de sus adversarios políticos. En lugar de descalificar a quien no piensa como tú y colgar etiquetas y carnés de “facha” o “rojo” a diestra y siniestra, deberíamos reflexionar sobre el nivel de intolerancia al que estamos llegando.

Hace tan solo unos meses nadie imaginaba a Pedro Sánchez tomando posesión de la presidencia del Gobierno, con apenas un tercio de la representación parlamentaria y gracias al apoyo de grupos políticos dispares y heterogéneos. La mejor prueba de esta realidad cambiante, donde cualquier apuesta parece casi una lotería, la tenemos en que por primera vez en lo que llevamos de democracia prospera una moción de censura. En cuestión de días, el presidente de un gobierno en minoría, aplaudido por haber conseguido sacar adelante unos presupuestos generales del Estado con el apoyo del PNV, pedía el reingreso en el registro de la propiedad de Santa Pola y asistía unos meses después a la elección de su relevo en la presidencia del PP. Un relevo, por cierto, que tampoco era el que muchos preveían.

Otra reflexión que me hago, después de intentar averiguar quién ha ganado la última etapa de los Pirineos, tiene que ver con las presiones y enfrentamientos que calientan - todavía más - el clima social en Cataluña. ¿Por qué una minoría independentista puede llenar de cruces una playa o una plaza pública, sin que nadie se lo impida? ¿Qué pasaría si esas mismas playas o plazas se llenaran de banderitas españolas? ¿Cómo es posible que se siga hablando de dictadura y represión, en lugar de reconocer que el cumplimiento de las leyes en democracia es la mejor garantía para preservarla de sus enemigos

Guardo un grato recuerdo, no exento de nostalgia, de los acantilados y calas casi escondidas de la Costa Brava. Vuelvo a recordar desde la distancia aquellas felices vacaciones familiares, vividas en Playa de Aro cuando mis hijos eran pequeños, entre Palamós y Sant Feliu de Guíxols - sin reproches ni reivindicaciones políticas, sin cruces en las plazas y sin lazos amarillos en otros espacios públicos -, , y me imagino ahora la impotencia y la indignación que deben estar sintiendo miles de ciudadanos de distintos lugares de España que un buen día decidieron emigrar a Cataluña y que hoy ven cómo la convivencia se fractura.

Para estos españoles sí que tiene que ser “una cruz” sentirse cada día extranjeros en su propio país, mientras el Gobierno de Madrid – así lo llaman los independentistas -, aguanta lo que no está escrito o mira para otro lado, consciente de que en manos de quienes intentaron dar un golpe de Estado el 1 de octubre del año pasado está buena parte de su futuro. Me cuesta creer que esa buena convivencia comience a estar en peligro en determinados lugares de Cataluña.

Como también me cuesta mucho creer, cambiando de tema, que los grandes retos de nuestro país pasen por la reforma urgente del lenguaje empleado en el texto constitucional, para que sea más inclusivo, en lugar de debatir con calma modificaciones en algunos de sus artículos. Hay políticas de gestos – muchas de ellas relacionadas con la igualdad de género – que no se ven luego acompañadas de políticas de hechos. Lucen, son bien recibidas, pero se quedan luego en un simple postureo.

No pretendo, como es lógico, que estas reflexiones sean compartidas, pero seguro que algunos de ustedes se han echado la correspondiente cabezadita en el sofá, viendo el Tour o los nunca suficientemente valorados documentales de La 2.

Que el verano les esté siendo propicio.

 

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