El mundo es un lugar siniestro,
nadie escapa con vida de él.
Instrucciones para leer este artículo con provecho: 1. Suspender temporalmente el respeto debido a las inscripciones sepulcrales; 2. darse un revitalizante paseo por el cementerio más cercano; 3. rememorar el postrer entierro al que acudimos; 4. pensar en ese epitafio que creemos merecer y, 5. repasar los variopintos chistes sobre finados. Todo esto viene a cuento del tan ultraterreno como terrenal arte del epitafio, fúnebre compendio de un lapidario adiós. Un arte prístino y civilizador por excelencia, porque, si no ando equivocado, desde que los hombres decidieron dar un significado al “absurdo” de la muerte –origen de toda trascendencia– no hallaron otro modo de preservar el recuerdo de sus ancestros que el de confiarlo a la palabra inscrita. Por lo demás, cualquiera que se adentre en el estudio de la prehistoria, no dejará de sorprenderse comprobar que, para evaluar el grado de evolución de nuestros remotos antepasados, además de determinar el desarrollo de su “industria lítica”, hemos de precisar cuán lejos llegaron en el culto ritual a sus muertos. Sin olvidar que la necrofilia espiritual aún forma parte sustancial de la espiritualidad de dos grandes civilizaciones orientales: el sintoísmo japonés y el confucianismo chino. Por lo que respecta a territorios más cercanos, culturalmente hablando, el único país que aún profesa una lúcida y descarnada intimidad con la muerte es el católico Méjico: sus festivas celebraciones populares de índole necrófila son extraordinarios acontecimientos lúdicos; lo cual, afortunadamente, les inmuniza contra la hipócrita asepsia occidental, que trata de disimular el natural fin de todo bicho viviente mediante antisépticos subterfugios ceremoniales. La tanatofobia, tan extendida en el llamado “primer mundo”, delata esa pandémicaneurosis, tan celebrada hoy, de sobrevivir a toda costa, de dilatar la hora fatal de nuestro reloj biológico. Nos incitan (por estúpida miopía metafísica, miedo cerril o burdo negocio) ya no solo a vivir por encima de nuestras posibilidades, sino, al llegar a viejos, a “vivir por encima de nuestra misma vida”. En suma, de vivir a cualquier precio por artificial o “vegetal” que resulte. No es de extrañar, pues, que, últimamente, las películas de zombis resulten tan populares y taquilleras: el común de los mortales siempre anhelará una suerte de inmortalidad, por infrahumana o inmunda que sea. Pero, ya es hora de preguntarse: ¿en qué consiste un buen epitafio? Un epitafio es la más quintaesenciada sinopsis de una liquidada experiencia vital que se cifra en una suerte de máxima o sucinta sentencia –por lo común de carácter apologético– acorde con la idiosincrasia del ausente. Mas el hombre resulta, en ocasiones, imprevisible o caprichoso y decide subvertir los valores establecidos. Y es que esos “con-sagrados” o “funestos” espacios, donde tiene su asiento el dolor, la enfermedad, la divinidad y la muerte: el hospital, la cárcel, el templo, el cementerio, etc., y donde está tácitamente vedada, por impertinente u obscena, la risa, resultan ser, por ello mismo, los más proclives a suscitar nuestro más “oscuro” sentido del humor. Los mecanismos terapéuticos de la hilaridad son un eficiente antídoto contra la desesperación y el miedo que nos producen ciertas situaciones. Así que conjugar lágrimas y risas resulta tan paradójico como entrañablemente humano. Ya lo ven, ni siquiera el suceso más imponente y temido, por ominoso, es capaz de enmudecer el sentido del humor de nuestra especie. Por eso, no debe sorprendernos el que ciertos pensadores destaquen, de entre nuestras más significativas diferencias con respecto al mundo animal, la risa y la conciencia de la muerte. Tal vez ambas dimensiones sean inseparables. Una sabrosa anécdota de mi “necrofilia de salón” les bastará al respecto: sabedor de mi lúgubre afición, mi amigo Domingo me sugirió dar una vuelta por el cementerio. Y, tras mostrarme algunas interesantes y “chocantes” tumbas, e ilustrarme sobre su “contenido” y “continente”, me reveló, entre bromas y veras, el que sería su epitafio ideal: Aquí os espero, no tardéis. Ahí tienen un primer ejemplo de mordaz e ingenioso epitafio. Lo sé, a estas alturas, no dejan de preguntarse si el articulista ha concebido alguno para sí. Indudablemente, y reza así (espero no defraudarles): “Estoy aquí porque, a estas alturas, ya no me quieren en ninguna otra parte”, aunque, a veces, dudo cambiarlo por: ”Una vez... ¡y nunca más!”.
Aunque sospecho que ustedes esperaban algo más de este artículo, quizá un listado de los más singulares, bellos y cómicos epitafios de la historia. Pues bien, ahí van algunos. Mas déjenme comenzar esa relación con un “tragicómico” desmentido: lamento comunicarles que en el Eden Memorial Park de San Fernando (Los Ángeles) donde reposan los restos de G. Marx, no se lee en ninguna parte el celebérrimo: “Disculpen que no me levante”, ni nada parecido. (¿Leyenda urbana?) Tan sólo figuran su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte… y una estrella de David. El que sí parece ser cierto es el que Groucho ideó para su suegra: “R.I.P., R.I.P, ¡Hurra!”. Y si de cómicos se trata, recuerdo el de E. Jardiel Poncela: “Si queréis los mayores elogios, moríos”, y el de M. Mihura: “Ya decía yo que este médico no valía mucho”, sin olvidar aquel: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y en verdad que lo hace bien” o el de Mel Blanc: “Eso es todo amigos”; añado el de Cantinflas: “Perece que se ha ido, pero no se ha ido”. El de Antonio Gala también se las trae: “Murió vivo”; y no está nada mal el que aconseja: “El último que apague la luz” o “Tú también estás en la cola, lo único es que no sabes cuánto te falta”. Concluyo la sección histriónica con cuatro fúnebres obras de arte: el popular: “¡Aquí descansa él, y, en casa, al fin, descansamos todos”; “Aquí yace Ezequiel Aikle, muerto a la edad de 102 años. Los buenos mueren jóvenes”, y ese lapidario reproche marital: “Te dije que no estaba muy bien”; concluyo con: “Llame fuerte, como para despertar a un muerto” (Jean Eustache, en la nota que dejó tras suicidarse en un hotel). Sigue un terceto de película: como el epitafio (nunca escrito, ni filmado) que pensó A. Hitchcock: “Esto es lo que les pasa a los chicos malos”; o el de su colega B. Wilder: ”Soy escritor, pero nadie es perfecto”; qué me dicen del de Bette Davis: “Lo hizo a la manera difícil”. Es el turno de los poetas: el vanguardista Huidobro aseguró: “Abrid esa tumba, al fondo se ve el mar”; C. Vallejo no le fue a la zaga: “He nevado tanto para que duermas”; aunque el más prestigioso de ellos es el de J. Keats: “Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua”. ¿Qué cuál es el Shakespeare?: “Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito el hombre que respeta estas piedras, y maldito el que remueva mis huesos”. Toma el relevo la filosofía y la sabiduría popular: “Serás lo que soy”: inscripción en el cementerio de los Arcos; “Las lágrimas más tristes que se lloran sobre las tumbas son por las palabras que nunca se dijeron” (una tumba de Nueva Inglaterra). Cómo olvidar el sereno: “El cielo estrellado sobre mí, y la ley moral en mí “., de E. Kant ¿Alguien siente curiosidad por Tutankamon?: “¡Oh madre Uut! Extiende sobre mí tus alas como las estrellas eternas”. Cómo negar mi afinidad con la sobria decencia de W. Brant: “Lo he intentado”. Imposible acabar este artículo sin citar esa inscripción en el Père Lachaise: “Fiel a su propio destino”, en una de las tumbas más concurridas y “floridas” de París, la de Jim Morrison. Hay más muertos que vivos y los memorables epitafios no dan para un sólo artículo. Prometo una segunda parte; hasta entonces, pergeñen su epitafio.
Dedicado a Pedro Recuero "in memoriam"