Por razones familiares y otros motivos, nunca he tenido ocasión de presenciar la Semana Santa seguntina. Hasta ahora. ¿O debería decir vivirla?
Como toda festividad que abre un paréntesis en el discurrir monótono de los días, es un campo abonado para que florezcan los recuerdos, a veces inconexos. Recuerdo pues, a mi madre y sus amigas con mantilla el Jueves Santo, caminando por las calles de un Madrid que cortaba la circulación rodada de las calles del Centro, iluminadas por la luz que surgía de las puertas abiertas de las iglesias, donde centelleaban las velas de los altos monumentos, hoy reducidos a la jofaina, la jarra, el pan y las uvas, símbolos sin duda más eucarísticos, pero alejados de aquella ostentación sobrecogedora, que anunciaba días de pasmo por venir, de incertidumbre, de un mundo que muere y se renueva.
De Cifuentes, lugar a donde mi padre volvía con regularidad para asistir a los Oficios, recuerdo la sonoridad de la vieja iglesia, la luz titilante en la oscuridad, el retumbar del suelo al anunciar las tinieblas que se cernían tras la muerte de Cristo, la radiante mañana de Pascua en la que venía, oculta por el velo negro de la tristeza, la Virgen, entre pomos de flores de los huertos y jardines, desde la ermita del Remedio, a encontrarse con un niño Jesús llevado por niños que, previamente, depositaban una perra chica o grande en la bandeja traída al efecto, para poder conseguir un palo de andas. Colgado de algún cable, el pelele del Judas esperaba su apoteósico final.
Ya en la plaza, se subastaba la horquilla que ha de retirar el velo, momento en aparecía la brillante corona y coloridos ropajes de quien antes vistiera lutos. Sonaba la música, se disparaban cohetes y la imagen, convertida en madre de carne y hueso, se reencontraba con su Hijo, hoy sustituido por un resucitado convencional por aquello de la coherencia, que a veces, olvida el porqué de una tradición.
Finalmente, y andando el tiempo, pude conocer y disfrutar durante largos años el esplendor, inenarrable en su magnificencia de plata, textiles y bordados suntuosos, cera y flores, de la Semana Santa en Sevilla o Jerez, y su versión, algo más modesta pero igualmente magnífica, de Sanlúcar de Barrameda, población donde el respeto a su patrimonio había preservado antiguas imágenes, trasmitidas como preciosa herencia por las sucesivas generaciones.
Y la luna, la luna de la Pascua, de aquella Pascua judía tan cargada de símbolos que también he tenido ocasión de conocer, advirtiendo entonces que es más lo que nos une que lo que nos diferencia.
En fin, venía a comentar lo que he vivido este año, y me fui por los Cerros de Úbeda. O quizás no. Porque la semana Santa que acabo de vivir (ya no hablo de presenciar) es algo muy diferente.
El jueves, tras los oficios en San Pedro, se imponía visitar los Monumentos. Dejando volar la imaginación, entreveía una majestuosa estructura de gradas, centelleante de luces, que culminaría en la urna eucarística, colocada en algún lugar estratégico de la adusta catedral, pero no.
Por aquello del frío, se hacen los oficios en la parroquia, aunque el frío lleva instalado en el recinto catedralicio desde su fundación, y es como si se pretendiera que en El Escorial se renunciara a celebrar los oficios por el pasmo circundante.
Quizás por ello, el monumento se reduce a una mesa, con el pan y las uvas, velas que representan a los Apóstoles y Jesucristo, centros florales de floristería, las palmas de cuando las muchedumbres aclamaban al mismo que hoy se ajusticia, y detalles del antiguo esplendor, como los blandones, un bonito baldaquino y una de las mejores arcas que aún subsisten en el diezmado tesoro. Con todo, era el silencio y el recogimiento de la gente lo que daba una dimensión sagrada, por su tensión emocional, a esa simplificada representación.
Subí la cuesta hasta San Vicente, donde la simplicidad aún era mayor, compensada por ese recinto especialmente hermoso. Sin embargo, fue en Santa María, esa iglesia desconcertante en su magnitud un tanto desvaída, donde comprendí el sentido de esa parquedad en la representación:
Una manta raída, un cántaro, una copa, doce banquetas, imagen de un pueblo trabajador, pescadores y carpinteros, que celebran sus fiestas en un tiempo remoto con aquello de lo que realmente disponen. Esa manta, obra de telar, similar a las que encontramos por los armarios de las casas viejas, de lana cardada e hilada por la abuelas, a veces con franjas y nombres, es la imagen, sin aditamentos, de lo que somos y que han sido nuestros ancestros y, por eso, me conmovió profundamente, pues, sencillos y sin oropeles, habían sido invitados a la Cena.
No conocía la iglesia del asilo, y allí tuve ocasión de contemplar el monumento más evocador del recorrido, ante el retablo de san Lázaro, envuelto en esa luz dorada que considero consustancial a la noche del Jueves Santo.
Crucé luego la ¿Alameda?, donde la iluminación hacía flotar como un navío en la oscuridad la iglesia de los Huertos, cuya silenciosa singladura, rota por las siluetas a contraluz de quienes se acercaban a visitarla, contrastaba con la ruidosa barahúnda de la música disco (o musicote, que dirían los chicos, y no sigo) de un chiringuito cercano. Está claro que existen otras Sigüenzas, y no digo que ninguna sea mejor, pero ahí están, y eso explica muchas cosas.
En fin, que estos son tiempos de paz y allí, tras las rejas, rezaba silenciosa la comunidad ante un monumento que había incorporado esos ángeles adorantes de Olot que antaño se veían en todas las iglesias rurales, fijos como las imágenes de los Sagrados Corazones, por lo que me asaltaron imágenes ya olvidadas de mi remota niñez, cuando, en mi inocencia estética, aquellas cosas me gustaban.
Fin de trayecto en la bonita capilla de los padres Josefinos, dentro del palacio que proyectara Bernasconi.
Al día siguiente, un esplendoroso Viernes Santo con galas de primavera, gracias a la generosidad de una amiga de amigos (limonada y bollería incluidas), pudimos contemplar el triple recorrido de las procesiones que, procedentes de la Catedral, San Vicente y Santa María, confluirían en la plaza Hilario Yabén, con sus ordenados giros y secuencia de marcha, pasos sin flores, excepto el de la Soledad, que evolucionaban al ritmo, tan peculiar, de los armaos, hermanos de carga.
Relucen los terciopelos al sol de la mañana, esas largas colas de grana, los capirotes blancos, las filas de trajes enlutados, el reflejo de los árboles, apenas esponjados de pimpollos, en los pulidos yelmos y corazas.
Luego, si mando un vídeo a México o Lima, me contestan nosequé de los Conquistadores o de los Tercios de Flandes, pero es lo que tienen las tradiciones de verdad, que son muy sensibles a la deformación histórica y los tópicos. En fin, hay quien se toma el vermú viendo pasar la procesión, pero así son las cosas desde siempre.
El sol cae y la oscuridad se apodera de nuevo de la ciudad, otra vez bajo la luz de las farolas. Emerge la luna en un cielo limpio, casi transparente y se desgranan los oficios, el sermón a la antigua, desde el púlpito. Aguardan la cruz con doble escalera, sobre un peñasco, el sepulcro vacío.
Dos hermanos con aspecto de cardenales, en su papel de José de Arimatea y Nicodemo, trepan por las escalas, deslizan el sudario y la imagen del Crucificado desciende, siendo presentada a su madre, en soledad desconsolada, para colocarla después en el sepulcro.
Parece sencillo cuando lo cuentas, pero hay que vivirlo. Cuando ya todo está listo y se inicia la marcha de la procesión, un sonido escalofriante, el de los tambores, hace retumbar las bóvedas. Es un sonido que viene de otro mundo, desde el pasado, cuando las cosas eran lo que eran y no se mezclaban con zarandajas y gollerías, tiempos de al pan, pan, y al vino, vino. Tiempos recios pero intensos, donde el arte servía de contrapunto a las emociones, que podían asaltar a las personas desprevenidas y hacerles sentir vivencias nunca experimentadas. Algo tan simple como eso. O como el oficio de tinieblas, esa muerte y renacer de la luz, antecesora de la Pascua. “O Pascua sagrada, fiesta de la luz… vencedora de la muerte, que pierde su aguijón”, pero no adelantemos.
Primero hay que llegar hasta el antiguo asilo, dar golpes recios en la puerta y pedir que abran a Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. El cuerpo inerte, en su dorada urna de vidrieras, parece flotar sobre la muchedumbre.
Ignoro si la idea de llevarlo a donde se encuentran los ancianos es intencionada o mera logística para depositar los pasos, pero, en todo caso, es una costumbre cuyo sentido puede ir más allá de su materialidad: El difunto se queda junto a aquellos que, por ley de vida, se hallan más cerca de la muerte, y les proporciona, con su resurrección, un mensaje de esperanza, de que nada es imposible y que no acaba la vida donde creemos que acaba. Es un asunto privado esto de las creencias, si bien hay momentos emocionantes en que el ritual trasciende y se abren puertas que no habíamos entrevisto antes.
Luego, sí, vendrá la noche en que la oscuridad es barrida y de nuevo, música y luces revisten la madrugada, y vendrá la Pascua Florida, con esa procesión del encuentro, con la Torrendera vestida de blanco que tiene la alegría de recuperar a su Hijo, en nombre de todas las madres. Finalmente, la quema del Judas (que durará hasta que alguien la considere incorrecta políticamente, o sea, poco) pone fin a la Semana Santa de Sigüenza, mientras se cierran algunas casas y embarcan las familias los enseres, huyendo de prisa para no toparse con la caravana.
Pues eso es lo que he visto y he vivido, y eso es lo que quiero compartir con el lector, además de algunas fotografías. Nada más. Felices Pascuas.