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fig1-Higuera en la muralla

Es preciso acercarse al árbol en la noche de San Juan, en solitario, con una sábana blanca por toda vestimenta. El árbol estará sin hojas –es invierno en el Cono Sur–, y hay que tener cuidado porque el diablo puede estar cerca creyendo que está siendo conjurando. A medianoche, una flor blanca nacerá en las ramas desnudas, que son como largos dedos pálidos que apuntan al cielo, y se desprenderá en un balanceo suave. Será preciso atraparla antes de que toque la tierra. Hay que ponerla en el pecho, bajo la sábana, y en un instante desaparecerá fundida con el cuerpo. A partir de ese momento, y si, por suerte, el maligno no ha aparecido robando el alma al buscador de la rara flor de la higuera, éste tendrá una vida larga y de fortuna, con la sola condición de guardar el secreto de esa noche mágica por el resto de sus días.

Este mito, popular en Argentina y Chile, tiene profundas raíces culturales a este lado del océano, además de biológicas, en las características botánicas de la planta de los higos. En efecto, no hay otro árbol cultivado que fructifique sin antes dar flor visible. Propiedad que, en realidad, es apariencia, porque la higuera (Ficus carica), cómo no, tiene flores, sólo que son diminutas, ocultas dentro del propio higo inmaduro, que no es sino un receptáculo para esas florecitas simplificadas y numerosas que tapizan, como un fieltro, su cavidad interior. En estado silvestre, son polinizadas por diminutos insectos –unas avispitas–, aunque la mayoría de las variedades cultivadas no necesitan fecundación para desarrollar fruto –es decir, son partenogenéticas–.

La higuera puede dar dos cosechas al año. A final del otoño el árbol tiene pequeños botones verdes que pasarán el invierno y empezarán a crecer en primavera, dando la primera cosecha: las brevas. La segunda, a partir de nuevos botones del año, llegará al final del verano: los higos. La diferencia suele ser de tamaño (las brevas más grandes: han tenido más tiempo para hacerse) y sabor (los higos, más dulces y delicados). Otras variedades, sin embargo, dan sólo una cosecha: la de higos.

Las brevas, paradigma de fruto "por añadidura", regalado o no esperado, "caen" por San Juan en nuestra tierra. Como árbol muy productivo en varios momentos del año, también por la facilidad de almacenaje –higos secos–, fue importante en la Antigüedad. Higos e higueras se citan unas setenta veces en la Biblia y fue la primera especie cultivada en el Neolítico mediterráneo, mil años antes que cereales y legumbres. En la sura 95 del Corán se pone a higuera y olivo como garantías de juramento. Ambiguo en su significado, para algunos es árbol maldito, quizá en relación con el pasaje bíblico en el que Jesús seca una higuera por no tener fruto. Así, junto a mitos positivos, se tejen a su alrededor varios relativos al diablo o a espectros y maldiciones. Suponemos que la falta aparente de flores tendría también un papel en su consideración como árbol mágico. En nuestra Castilla se reconocen las virtudes del árbol en dichos como "higuera breval, una o dos en cada corral" o "en tiempo de higos, ¡cuántos amigos!", entre al menos cincuenta refranes dedicados a este peculiar árbol (1).

La higuera cultivada podría haberse originado en las fértiles llanuras del Tigris y el Eúfrates, ubicación terrena del Paraíso bíblico si se interpretan las indicaciones geográficas que da el Libro. Su uso se habría difundido tempranamente por todo el Mediterráneo. Enlaza la higuera, por tanto, nuestro lado del mar de civilizaciones con Oriente Medio, también, cómo no, con el Norte de África y, desde el siglo XV, con Latinoamérica. Ramificaciones que son de una misma cultura, antigua y profunda, como raíces de higuera en un patio de pueblo castellano.

(1) Véase: www.refranerocastellano.com

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