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¿Chamanes en Castilla?

Cuadro de CiurlionisMilos Milosevich se dirige al dormitorio oscuro y apartado del fondo de la casa. Sin dilación, se descalza, se acuesta y cae en un sueño profundo que atenaza, que inmoviliza su ser corpóreo... pero no así su ente incorpóreo. Milos vino al mundo con la cabeza cubierta por parte de la membrana amniótica (el «caput galeatum» de la ciencia médica). Tras nacer, su madre guardó esta caperuza, desecada, en un talego de cuero que él porta siempre junto a su pecho. El día que lo pierda o el día que confiese su poder, perderá también éste. Milos Milosevich es un zduha? (o sduhatch). Cuando duerme, tan profundamente como puede dormir un ser humano, sale de su cuerpo. Si alguien lo cambia de posición (cabeza con pies) o lo traslada a otro lugar, el espíritu jamás podrá volver a encontrar el cuerpo y el zduha? morirá. Fuera de la atadura terrena, el espíritu de Milos se dirige a los vientos, a las nubes. Allí se encuentra con otros de su estirpe, unos, amigos, otros, enemigos. Blandiendo armas livianas y fulminantes —plumas de ave, copos de nieve, pavesas de fuego, o, la más dañina de todas, teas ardiendo por las dos puntas que son fuente de rayos y relámpagos—, los dos ejércitos se enfrentarán en una batalla en los cielos en la que cada uno intenta defender su propio territorio —que puede pertenecer a comarcas contiguas en los mismos Balcanes, o enfrentar legiones distantes, incluso de ultramar, al otro lado del Adriático, en Italia—. La batalla desencadena vientos, tormentas, granizo, truenos, lluvia. El equipo ganador arrebatará a los vencidos lo que en Castilla llamaríamos medias fanegas o celemines, y con estos recipientes se podrá llevar la simiente ya sembrada del territorio derrotado, que tendrá una mala cosecha. Milos despierta de su trance tras el enfrentamiento, completamente agotado. Si hubiera recibido una herida en la batalla podría morir en los próximos días. No ha sido así esta vez, su equipo ha ganado, y podrá seguir protegiendo su territorio y ayudando a sus gentes, con sabiduría bien apreciada en la aldea a pesar de que nadie conoce su verdadera naturaleza, mientras en la incipiente primavera los campos regados por la lluvia verdecerán intensamente augurando una buena cosecha.

un nublao en tierras castellanasEste mito ancestral, conservado hasta el mínimo detalle en el extremadamente rico floclor balcánico y del cual solo doy un breve apunte, llega muy suavizado al occidente del Mediterráneo. Los «nuberos» castellanos fueron también humanos cuyos espíritus salidos de sus cuerpos protegían de los fenómenos meteorológicos adversos; hubo incluso ayuntamientos en el norte de Castilla en los que se contaba, en la organización municipal, con los servicios de un nubero para poder conjurar las tormentas. Sin embargo, este papel protector primigenio pronto se torna en dañino en nuestra Península. Así, el nubero (nuberu, nubeiro, en el Norte) se deshumaniza y pasa a concebirse como un ser diabólico —ora gigantesco, ora en la forma de pequeños duendes—, que, en lugar de evitar las desgracias atmosféricas, más bien las provoca. La religión de los visigodos avanza rápido imponiendo la eliminación de supersticiones antiguas y monopolizando la vida espiritual. En tiempos más recientes, el cura de pueblo asumirá el papel de protector local, de intercesor ante los cielos, mientras que campanas, velas, rezos o procesiones serán las nuevas armas contra las desgracias meteorológicas. Lo deja narrado Delibes en sus «Viejas historias de Castilla la Vieja», cuando se desata el «nublado» —estalla la tormenta— e Isidoro regresa del campo, chamuscado pero milagrosamente a salvo gracias a la vela a Santa Bárbara y al rezo del trisagio —«Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, líbranos Señor de todo mal»—. En tierras de Molina de Aragón llaman «curas corbatones» a las nubes negras de tormenta, sencillo detalle pero significativo de esta relación popular entre poderes espirituales y fuerzas de la naturaleza.

En las montañas silvestres de la cordillera Dinárica, de los Ródopes o de los Balcanes, hubo importantes personajes religiosos que, a la vez que apostolaban contra la superstición pagana, eran en sí mismos considerados por su pueblo como verdaderos y protectores zduha?i («nuberos», plural) en un delirante sincretismo de creencias. Tal fue el caso de Petar I Petrovi?-Njegoš, príncipe-obispo ortodoxo de Montenegro, en tiempos tan cercanos como principios del siglo XIX. Es en este tipo de territorios, montañosos y aislados, donde con más frecuencia perviven los elementos culturales residuales. La propia Península no es excepción, como demuestra el variadísimo elenco de personajes míticos del floclor asturiano o cántabro —o incluso gallego— en relación con la relativa pobreza de las dos mesetas.

Es por ello de gran interés poder identificar estos pocos elementos folclóricos precristianos que aún perviven al sur de la Cantábrica y que permiten unir nuestras raíces con algo más universal. El personaje del «nubero», de hecho, nos lleva bastante más allá de los Balcanes si hacemos caso a los etnólogos que han profundizado en el mito de los zduha?i: nada menos que hasta la estepa póntica, más allá del mar Negro, origen de los indoeuropeos, de cuyas primera migraciones transcontinentales estaríamos mostrando alguno de sus coletazos —pueblos que además dejaron el sustrato para todas las lenguas europeas: ¡estamos hablando de varios miles de años!—. No en vano el «chamán» estepario y de las infinitas taigas asiáticas tiene un fundamento equiparable: líder espiritual y personaje protector que entra en trance (en este caso con plena publicidad, no en lugar apartado e íntimo) para abandonar su propio cuerpo y realizar hazañas que han de salvaguardar la prosperidad de los suyos. Es el fluir de los pueblos y, con ellos, del material intangible del que está hecha la humanidad, que todo lo impregna y sin cuya indagación estaríamos completamente ciegos ante lo que somos.

 

Julio Álvarez Jiménez

Viñeta

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