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A la puerta de un molino,

me puse a considerar,

las vueltas que da la piedra,

para moler un costal.

Difícilmente podría encontrar hoy en día el anónimo autor de esta coplilla un motivo para sus sentenciosas reflexiones: apenas si quedan molinos, y los que quedan, son restos arruinados y sin vida. Y, sin embargo, la actividad molinera tradicional ha estado muy presente en la vida de nuestros pueblos hasta bien entrada la 2ª mitad del siglo XX, cuando las fábricas harineras dieron al traste con la forma ancestral de producción de un derivado alimenticio primordial en nuestra cultura cerealista, como es la harina. Consiguientemente la figura del molinero contaba con un gran protagonismo en el marco de aquellas sociedades rurales donde las relaciones entre los vecinos eran muy estrechas. Hasta ese momento –los que ya tenemos cierta edad aún lo recordamos–, era habitual la imagen de los animales de carga acarreando los costales* de grano o de harina. El trabajo del molinero era absorbente y fatigoso, y se efectuaba tanto de día como de noche. Además, el ámbito donde el molinero efectuaba la molienda era angosto, mal iluminado e insano a causa del polvo en suspensión. Tras el acarreo del cereal hasta el molino había que ahechar el grano, es decir, cribarlo hasta dejarlo libre de polvo y paja; luego se vertía en la tolva una porción determinada, denominada cibera. La tolva era sometida a un movimiento de vaivén característico que facilitaba el descenso del grano, mediante el golpeteo constante producido por una tabla denominada tarabilla* movida a su vez por la muela giratoria. Era importante que las piedras no quedaran desabastecidas de grano, porque entonces se dañaban –se quemaban, según el argot molinero– al perder sus estrías interiores a causa del rozamiento. Mediante un mecanismo accionado por la barra de alivio, el molinero podía ajustar a conveniencia la distancia que quedaba entre las caras interiores de las piedras. Luego tocaba realizar el acarreo, es decir, el transporte de los costales de harina en carro o a lomos de caballerías hasta los domicilios de los clientes.

Además de las faenas específicas de la molienda, el molinero debía atender a la limpieza del caz*; pero, sobre todo, tenía que someter las piedras a un picado periódico con el fin de que estas recuperaran las ranuras perdidas, necesarias para permitir la expulsión de la harina hacia el exterior de aquellas. Trabajo este especialmente duro, puesto que implicaba la remoción y posterior relabrado de unas piedras que podían pesar más de media tonelada. El importe más común de la maquila demandado por el molinero en pago a su servicio era el de una cuartilla* por fanega* de trigo, aunque esta medida podía variar en función de las circunstancias. (Méndez, 2021).

Vente conmigo al molino,

y serás mi molinera,

echarás trigo a la tolva,

mientras yo pico la piedra.

Como no podía ser de otra manera, una función tan primordial en la vida de las poblaciones rurales como era la molinería ha dejado una fuerte impronta en nuestro lenguaje cotidiano: Llevar el agua a su molino; Harina de otro costal; Comulgar con ruedas de molino; No ser alguien o algo trigo limpio, son expresiones que empleamos constantemente. Por la misma razón el mundo de la molinería ha quedado reflejado en el folklore y la literatura gracias a incontables manifestaciones de todo tipo. Y es que las singulares condiciones que caracterizaban a los molinos y a sus operadores se prestaban a múltiples interpretaciones, no siempre positivas. Así, la molienda era un servicio necesario, pero a la vez objeto de conflictos: Ni horno ni molino tengas por vecino. Los molinos solían estar enclavados en lugares apartados y placenteros, y por lo tanto su actividad rodeada de misterio era capaz de despertar las más vívidas fantasías, en particular las eróticas. El abad y su vezino, el cura y el sacristán, todos muelen en un molino. / Las dos hermanas que al molino van, como son bonitas luego las molerán. Son muchos los dichos que asocian al molinero con una pertinaz tendencia a la sisa o, en el argot molinero, a la sangría: Zien sastres i zien molineros i zien texedores son trezientos ladrones. / De molinero mudarás, pero de ladrón no saldrás. / Quien te maquila, ése te esquila. O con la afición a la bebida de los molineros: Con agua muele el molino, y el molinero, con vino. Igualmente, son tópicas las manifestaciones de la supuesta ligereza sexual de las molineras, como refleja la seguidilla siguiente:

Vengo de moler, moler,

de los molinos de arriba,

me quiere la molinera,

no me cobra la maquila.

Pero también se valoraba la dedicación constante al trabajo que caracterizaba a los molineros en dichos como: Al molinero y a la esposa siempre falta alguna cosa; o Al hornero y al molinero, nunca les falta pan. Este interés por todo lo relacionado con la molinería no podía por menos que ser motivo de tratamiento por parte de múltiples escritores. Baste recordar La Celestina de Fernando de Rojas (1500), el Lazarillo de Tormes (1554), las Comedias Del Molino y de San Isidro Labrador de Madrid de Lope de Vega (1562-1635), por supuesto las múltiples referencias de Cervantes en el Quijote (1605) y así sucesivamente, hasta llegar a Pedro Antonio de Alarcón con su Sombrero de Tres Picos (1874). Como es bien sabido, Manuel de Falla realizaría una famosísima adaptación musical que sería presentada en forma de ballet en 1919 en Londres, con decorados y figurines de Picasso*.

Molino del Castro o del Gorrilla. Valdelcubo

Y, una vez metidos en harina, retomamos la reseña de los molinos de la tierra de Sigüenza que se encuentran, en este caso, en la cuenca del río Salado, tributario del Henares. Con nacimiento en Paredes de Sigüenza, ocupa su cuenca un territorio muy amplio surcado por numerosos afluentes. Y son precisamente estos afluentes los que alimentan con sus caudales –a menudo muy escasos o con un régimen estacional–, el numeroso contingente de molinos que han operado tradicionalmente en esta zona intensamente cerealista. Aceñas por otra parte cuya existencia está documentada desde los primeros momentos de la existencia del señorío seguntino, principalmente por lo que se refiere a las del alfoz de la Riba de Santiuste, lo cual sería indicativo de su origen andalusí (tal que, por ejemplo, el molendinum de Abu Babrel donado por Alfonso VII a la Iglesia seguntina en 1124, mencionado con anterioridad). De hecho, solamente el escueto río del Berral daba servicio a seis aceñas y cinco batanes hacia 1752: tal es el apunte obrante al respecto en el Catastro de Ensenada, del que nos informa amablemente Santiago Pérez, vecino de Valdelcubo. Un siglo después, Madoz contabilizaba siete molinos harineros en dicha localidad y, en la actualidad, Gª Contreras recuenta ocho molinos. Ángel Hernando, vecino de Valdelcubo, nos ha dado a conocer con todo lujo de detalles los pormenores de los molinos de este lugar que –según nos refiere– llegaron a ser siete, más un molino de yeso; y bajo su experta guía los hemos ido a visitar.

Molino de la Maclina. Valdelcubo.

Molino del Costante en Valdecubo. Aunque en fuera de uso, esta aceña situada en el límite del asentamiento conserva en buena medida sus condiciones originales.

Avanzando aguas arriba, el primero que aparece es el molino del Castro, o del Gorrilla, próximo al paraje denominado justamente El Castro debido a los vestigios de un asentamiento prehistórico localizados en él. Rodeados de una frondosa arboleda, los restos de los muros perimetrales que aún quedan en pie nos dan a entender la considerable envergadura que poseyó esta aceña. Continuando aguas arriba se llega al molino de la Maclina, el cual conserva aún su cubierta, si bien fue clausurado hace tiempo; pero su caz está seco, sus cerramientos han sido recrecidos con fábricas de torpe ejecución, y los huecos, hoy tapiados, han perdido sus carpinterías. Después se halla el molino del Costante, que es una estupenda edificación –aparentemente en condiciones aceptables–, precedida de una plazoleta enmarcada por nogales. Ya en el borde del núcleo urbano se encuentra el antiguo molino del Durántez o del Tío Mariano, acondicionado en la actualidad como residencia privada. Y saliendo del pueblo por el camino que discurre paralelo al escueto curso del Berral para ya introducirse en la serranía, se vuelven a hallar nuevas instalaciones molineras; así el denominado molino de los Panaderos, acondicionado en la actualidad como residencia. (En ese sentido, cabe indicar que la familia Ranz sigue produciendo en sus modernas instalaciones situadas en el interior del casco urbano el conocido pan de esa marca). Después, ya monte arriba, vienen el molino de Yeso, arruinado y devastado, el antiguo molino transformado en unas instalaciones conocidas como La Fábrica, pero que aún ofrecen a la vista las antiguas piedras de moler, y finalmente un molino arruinado del que apenas si queda la memoria del mismo.

Molino de la fábrica. Valdelcubo.

El siguiente curso fluvial en dirección al sur –en el que se localizan aceñas documentadas ya desde el período medieval–  es el río Buitrón, cuyo caudal alimentaba a tres molinos situados en un meandro a las afueras de la localidad de Sienes. Madoz registra estos molinos como activos a mediados del siglo XIX. Según referencias de los lugareños, el mejor conservado de los tres es el denominado molino de Enmedio; pero en la actualidad, la enmarañada vegetación crecida espontáneamente en el entorno de dichas construcciones ha convertido el acceso a estas instalaciones en una empresa más bien propia de una exploración amazónica.

Molino de La Riba de Santiuste. Magnífico ejemplo de conjunto molinero aislado del que solo se conservan los cerramientos perimetrales.

Del grupo de molinos que existieron en las tierras surcadas por el tramo inicial del río Salado, la única aceña asentada propiamente junto a este río es la de La Riba de Santiuste. Esta antigua ya anotada por Madoz hacia 1850, se ubica en el término de dicha villa, pero en un lugar notablemente alejado de la localidad, que se sitúa a media distancia de la vecina localidad de La Barbolla, allá donde el río enfila decididamente la dirección de los llanos de Imón. Se llega a ese paraje aislado y solitario siguiendo un camino de caballerías, y allí la acostumbrada presencia de frondosos árboles de ribera y de abundantes matorrales apenas si dejan vislumbrar los restos de la vetusta edificación. Solo quedan en pie los muros perimetrales; el resto está reducido a escombros que macizan su interior. Pero debió de ser este un molino notable, a tenor de los poderosos muros conservados. Ante su fachada principal, orientada hacia el valle, se extiende un amplio terreno que debió de estar cultivado. La soledad y empaque del lugar, la melancólica visión de los restos de lo que un día debieron de ser unas instalaciones esenciales para la vida de la comunidad local, nos evoca el carácter misterioso y sugerente que poseían aquellos antiguos molinos.

Aliviadero de la alberca compartida por dos molinos, uno de Pozancos y otro de Ures.

El último afluente del Salado dotado de aceñas es el río Vaderas, que recorre las amenas vaguadas de los términos de Ures y Pozancos. Para dar con esos molinos hemos podido contar con la inestimable colaboración de don Antonio Valcárcel, gran conocedor de la zona y autor de un documentadísimo libro sobre esa última localidad. Con él pudimos visitar las construcciones molineras del lugar; además, Antonio nos aportó información recabada del Catastro del Marqués de la Ensenada de 1752, donde se reseñan dos molinos harineros en Pozancos, y otros dos en Ures. Un siglo más tarde, Madoz corrobora la existencia de dos molinos, más un batán, en Pozancos, pero no refiere nada acerca de los molinos de Ures. Sin embargo, por Antonio Valcárcel sabemos que estos últimos estuvieron funcionando hasta mediados del siglo XX. El primer molino de Pozancos, muy transformado para uso residencial, se encuentra dentro del casco, mientras que el segundo se halla algo alejado en dirección de Ures. De esta segunda aceña apenas si quedan restos, pero algo por debajo de esta se halla el primer molino de Ures, que está habitado, y que al parecer conserva bien su interior. Ambas instalaciones se surtían del agua embalsada en un gran estanque, hoy seco, situado junto a la carretera. El otro molino de Ures se halla en el borde de la localidad, y ha sido rehabilitado con mimo como residencia. Su localización privilegiada y su envergadura, así como la arboleda circundante y la presencia del agua, hacen que este antiguo molino sea de lo más atractivo. Finalmente, Madoz situaba a orillas del Vaderas un molino harinero y otro más aceitero en la localidad de Romanones.

Molino de Ures ubicado en el borde de la localidad.

Al otro lado de la carretera CM-110, y a escasa distancia de las murallas de Palazuelos, existen otras instalaciones que, teniendo un origen reciente, suponen en gran medida una continuación de la gran tradición molinera seguntina. Se trata de la sede de la empresa La Espelta y la Sal SL, creada en el año 2004 por el agricultor Paco Juderías y sus socios Bárbara y Juan, de Ures, a los que vino a reforzar la incorporación, en el año 2015, de nuestro buen amigo Carlos Moreno.

La característica principal que singulariza a esta novedosa aportación a la molinería seguntina es la de trabajar con especies antiguas de cereales tales como la espelta, de origen alemán, pero también otras locales, como el trigo negrillo o el centeno gigantón, cultivados de manera ecológica y sostenible. La empresa cubre el resto de la cadena de producción hasta llegar a la elaboración del producto final, que es la harina empaquetada y las pastas alimenticias. La molienda del trigo se efectúa con tecnologías modernas, pero de base tradicional, las cuales utilizan molinos de piedra. Y en paralelo a las actividades principales –que incluyen otros productos derivados–, se realiza una eficaz labor divulgativa y pedagógica. Se trata, en definitiva, de un concepto de producción integral en clave actual, pero firmemente anclado en las formas de producir tradicionales y en el respeto al medio natural.

El otro gran afluente del Henares es río Dulce, que nace en Estriégana y desemboca en el primero en Matillas. Su cauce, que se abre camino entre angostos desfiladeros rocosos de gran valor medioambiental y paisajístico, ha dado servicio en el ámbito del alfoz seguntino a un número reducido de aceñas, pero también a dos fábricas de papel y a algún batán. Así, Madoz hace referencia a la existencia de un molino harinero en Pelegrina. De este molino, enclavado en un paraje recóndito del interior de la hoz, apenas si quedan unos pocos restos, por lo demás inaccesibles debido a los arbustos y matorrales que han crecido libremente a su alrededor.

Molino de Arriba. La Cabrera.

En la localidad de La Cabrera Madoz anota dos molinos harineros y una fábrica de papel. Uno de ellos –recogido por dicho autor bajo el nombre de molino de Torrumbilla– debe de ser el que hoy en día conocemos como molino del Charpa que, situado al oeste del asentamiento, se surte del agua del río por medio de una generosa acequia. Este antiguo molino se halla algo retirado respecto del centro del asentamiento, en un paraje poblado por una densa arboleda de ribera y encajonado entre los farallones de la hoz y el cauce del río. Si bien hace tiempo que dejó de moler, esta instalación continuó activa como piscifactoría hasta tiempos recientes; las truchas se criaban en unas grandes balsas alargadas, actualmente medio cegadas. Hoy en día esta interesante edificación, si bien conserva su cubierta, no tiene cierres y ofrece un precario aspecto que hace temer por su futuro inmediato. También se conserva, aunque arruinado, el segundo molino harinero citado por Pascual Madoz, que es conocido como el molino de Arriba o de la Balsa, según nos indica Raúl Cabrera, quien lo ha adquirido con la intención de rehabilitarlo, y a quien felicitamos desde aquí por tan positiva iniciativa. Este molino se ubica a las afueras del caserío, junto al camino que sale del mismo por el oeste en dirección a Pelegrina; en su exterior aún es posible identificar el caz y la alberca con agua, así como la embocadura que la introducía hacia el interior de la edificación.

Molino del Charpa en La Cabrera. Aceña muy completa localizada en un entorno de gran valor medioambiental, cuyo estupendo caz se mantiene en muy buenas condiciones.

Por el contrario, del molino papelero no se conserva ningún resto, si bien nuestro admirado amigo Juan Antonio Marco nos informa de que este molino de papel grueso se ubicaba en un paraje denominado El Picozo, situado río abajo a menos de 1 Km de la localidad.

Molino de Aragosa, hoy una casa habitada.

En Aragosa, el Diccionario de Madoz identifica la existencia hacia 1850 de dos molinos harineros y de una fábrica de papel blanco ordinario, constituyendo esta última el notable conjunto de Los Heros, que ha sido tratado extensamente en el número de julio de 2021 de este periódico y donde, al parecer, se ubicaba así mismo uno de los molinos harineros. Como excepción a la regla general, la otra aceña se hallaba en pleno casco urbano, y estaba servida de agua por un ramal de la formidable red de acequias y conducciones que recorren el caserío de punta a punta. En la actualidad se conserva la edificación original, si bien ahora cumple funciones residenciales exclusivamente, y ha perdido la maquinaria propia de la molienda.    

Y hasta aquí el recorrido por las aceñas de los ríos Dulce y Salado. Pero agua pasada no mueve molino, así que tendremos que volver otra vez aguas arriba por el río Henares, para así poder tomar contacto con los molinos que se asentaban en la ciudad misma de Sigüenza. Pero eso será en la siguiente entrega, Deo volente.

* Costal: Saco grande de tela ordinaria, en que comúnmente se transportan granos, semillas, u otras cosas.

** Tarabilla: Tabla de madera, pendiente de una cuerda sobre la piedra del molino harinero, para que la tolva vaya despidiendo la cibera, y para conocer que se para el molino, cuando deja de golpear.

* Caz: (Del latín cadus= cauce o conducto) = Canal que se utiliza para tomar agua y conducirla adonde es aprovechada.

* Cuartilla: Medida de capacidad para áridos, cuarta parte de una fanega, equivalente a 1387 cl aproximadamente.

* Fanega: (Del árabe hispánico faníqa= medida de áridos) = Medida de capacidad para áridos que, según el marco de Castilla, tiene 12 celemines y equivale a 55,51 l, pero que es muy variable según las diversas regiones de España. Porción de granos, legumbres, semillas o cosas semejantes que cabe en una fanega.

(DLE de la RAE).

* Para profundizar en el reflejo en la literatura y el folklore del mundo de la molinería, véase –entre tantos otros– el interesante trabajo: De molinos, molineros y molineras: Tradiciones folklóricas y literatura en la España del siglo de Oro. REDONDO, A. 1989.

Ver primera parte:

Sigüenza, una tierra de molinos I

 

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