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Me echo un poco de perfume para disimular que no me ha dado tiempo a ducharme, me abrigo bien abrigado, cojo mi melódica y salgo hacia el Salón del pueblo. Es Nochevieja, hay cena de vecinas y vecinos, casi al completo (total, somos 30 personas en todo el pueblo).

Llego al salón y veo largas mesas puestas en fila, con platos y cubiertos preparados. Hay más gente que de costumbre, algunas de esas caras no me suenan. Saludo a algunas personas, no me centro mucho en ellas y voy a ver por qué el equipo de sonido que habían traído no suena. No pasa nada, tengo mi melódica para amenizar la velada en caso de aburrimiento.

Aún así, voy a buscar al único vecino de mi edad para que cenase con nosotros y nosotras (y así yo no me aburría demasiado). Aunque él también tenía invitados en casa, le dejan venir al salón. La cena es bastante animada, todo el mundo hablando y riéndose bastante, tampoco sin llegar a ser pesada.

Después de cenar, mi padre y otros vecinos se van a encender la hoguera portátil (sí, la encendemos en una carretilla) que quedará justo delante de la iglesia del pueblo; aunque esté en desuso, sigue teniendo unas campanas que suenan de maravilla.

Se acercan peligrosamente las 00:00, nos dejan subir a mí y a una niña a tocar las campanas. Los dos vivimos en el pueblo todo el año (y nos hace mucha ilusión poder hacerlo). Por unas escaleras angostas en forma de caracol, llenas de excrementos de paloma y telarañas grandes como sábanas, subimos hasta el campanario y llegamos arriba.

Pocas veces he visto mi pueblo como se podía hacer desde allí. Es más grande de lo que pensaba. O mejor dicho, más impresionante. Pocas veces me paro a pensar en la historia que hay detrás del nombre de Bujarrabal. A pesar de que vivo allí desde que tenía tres años, desconozco muchas cosas de él.

Entre bromas y preparativos, acabamos acordando dar 6 campanadas los dos “peques”. Se nota la tensión, pero nos relajamos al observar el ambiente de fiesta que hay abajo.

Llegan las 00:00 (o eso creemos, lo hacemos un poco a ojo). Entonces, todas las personas que estábamos en el campanario gritamos: “¡Preparados, listos, ya!”. Inmediatamente cojo el trozo de cuerda atado al badajo de la campana y…

Tolón.

A pesar de lo fuerte que suena una campana de ese tamaño, el silencio se apodera del pueblo.

Tolón.

Tocar una campana no es moco de pavo. Oírlas transmite poder y respeto al mismo tiempo.

Tolón.

Quien las tañe lo comprende de otra forma, os lo aseguro.

Tolón.

¿Cuántas llevo? ¿Cuatro? Sí, eso creo.

Tolón.

Nunca pensé que tocar una campana pudiera ser tan emocionante. Todos mis sentidos se han agudizado para poder escuchar los matices, cada detalle que forma ese intrigante instrumento.

Tolón.

Vaya, es el turno de la niña. Uy, se me ha olvidado tomarme los lacasitos con cada campanada. Da igual, me los tomo todos de golpe. No puedo prestar atención a cómo toca mi vecina, aún estoy absorto mirando el gran trozo de metal que he podido tocar. Con cada golpe, su vibración se transmitía a mi cuerpo sin que me diera cuenta, y cuando por fin hubo terminado su duodécima campanada, me di cuenta de que estaba temblando.

Con este mensaje quiero intentar deciros que no hace falta por qué seguir lo convencional. Mirad cómo hemos pasado el fin de año en nuestro pueblo, apenas éramos 30 personas, de todas las edades, sin ver las uvas por la tele, sin distraernos mirando las redes sociales, y ha sido uno de los mejores fines de año que he vivido. Es muy extraño que se esté recuperando este sentimiento, pero una vez que lo pruebas no quieres que se llegue a perder en el olvido.

Espacio Joven La Plazuela (Nacho Caballero Albacete y Javier Rodrigo López)