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El uno de septiembre de 1939, las tropas de Hitler violaban la frontera polaca, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Poco después, la capital de Polonia, Varsovia, era bombardeada, destruyendo sistemáticamente el Zamek Królewski (Alcázar o Castillo Real) y el casco antiguo adyacente.

La acción no se limitaba a una simple acción de guerra para causar daños al enemigo, ya que, además de ser un objetivo civil, se arrasaba con parte del pasado de Polonia, el testimonio de la resistencia de un país que, dividido en tres y anexionado por Rusia, Alemania y Austria en el siglo XVIII, a causa de su debilidad política, luchó denodadamente por recuperar su identidad, ayudado por el recuerdo permanente de su Historia, plasmado, sobre todo, en la ciudad monumental de Cracovia, y la Capital, Varsovia, antaño llamada “el París del Este”, donde precisamente el Castillo Real era testimonio de los avatares de su forma de gobierno, una monarquía electiva.

Varsovia. Castillo Real.

El caso es que la Ciudad Vieja desapareció, y con ella, el Castillo, cuyo solar vacío tuve ocasión de conocer cuando, en 1971, fui uno de los primeros estudiantes españoles que pudimos ir estudiar a un país de los por entonces llamados “satélites”, en la órbita soviética.

A pesar de las duras condiciones, la memoria no se desvaneció, y muchos años más tarde, en 2008, con ocasión de un viaje de intercambio de museos, viví una extraña experiencia pues, como si se tratara de sumergirse en un relato de maravillas y poderes fantásticos, el edificio había resurgido de nuevo, intacto, con la apariencia de haber estado siempre allí.

Varsovia. Plaza del mercado nuevo.

Pero no era sólo el exterior. Las estancias proporcionaban al visitante esa sensación de añeja tranquilidad que sólo dan los techos pintados, los mármoles y la madera encerada a lo largo de muchas generaciones, que relucía tímidamente bajo los ventanales, iluminadas las estancias por las luces de los candelabros y el exangüe sol de otoño.

Y allí los encontré, inocentemente dispuestos como si nada hubiera pasado, como si las bombas y los incendios, la destrucción de bienes y vidas no hubiera sido sino un mal sueño, incapaz de rasgar el sosegado paso de los días. Cuadros apaisados, no muy grandes, con sus marcos dorados, tapizando la pared de una de las salas.

Eran obras de Bernardo Bellotto, llamado Canaletto el Joven, un estimado artista veneciano (1721- 1780), que se desplazó a Varsovia para atender el encargo de Estanislao II Poniatowski y pintar distintas vistas de la ciudad, las mismas que ahora colgaban de los muros del resucitado palacio.

Canaletto. Vista de Varsovia.

Precisamente esas imágenes, detallistas hasta la miniatura, que reflejaban con pasmosa exactitud el trazado urbano y los edificios existentes, sirvieron de modelo para una reconstrucción mimética, algo que muchos arquitectos vienen considerando una falsificación y un pastiche pero que, a los polacos, sometidos de nuevo a una opresión extranjera que pretendía borrar su historia o adaptarla a intereses ajenos, les pareció lo más oportuno, un gesto de rebeldía imprescindible para la supervivencia de su identidad, de forma que la vuelta al pasado devenía rupturista y avanzada.

Castillo Real de Varsovia. Pinturas de Canaletto.

Se que hoy suena raro, pero las cosas son distintas en cada época y lugar y que, a tenor de las experiencias que cada uno vivimos, acabamos pensando de una forma u otra.

Curiosamente, y por razones parecidas aunque opuestas, otras vistas del mismo artista, éstas de la ciudad alemana de Dresde, sirvieron de igual manera para su reconstrucción, ya que fue bombardeada por los aliados - ingleses y norteamericanos- provocando un magno incendio que, además de arrasar el entramado urbano, objetivo civil, abrasó a 25000 de sus habitantes, constituyendo el lado oscuro de esa historia de buenos y malos que los vencedores suelen relatar sin matices. Hoy es conocida como “la Florencia del Norte”, atrayendo numerosos visitantes, y esa reconstrucción mereció ser declarada ciudad Patrimonio de la Humanidad en 2004. Pero la cosa no acabó bien, como se verá más adelante.

Dresde. Reconstruida tras la guerra siguiendo las pinturas de Canaletto

Varsovia y Dresde, una misma solución para parecido problema, que aquí y ahora sería inviable, dadas las normas a seguir para la construcción de obra nueva en los cascos históricos, donde se deshecha la reconstrucción mimética del inmueble deteriorado o desaparecido, así como otros aspectos de la arquitectura vernácula, tales como volúmenes, huecos de luces, disposición de interiores, materiales, métodos constructivos, gama cromática…

¿Modernidad? Baste recordar esos edificios de los años sesenta que destacaban estrepitosamente en altura o aspecto y que entidades bancarias o la misma compañía Telefónica no tenían empacho en colocar en medio de cascos históricos enteramente conservados. Hoy se ven obsoletos, pero en su momento eran lo más.

Esto me recuerda las recientes vacaciones de unos amigos residentes en Sigüenza que han recorrido parte del interior de Francia, especialmente los departamentos de Lot y Aveyron, donde pueden visitarse ciudades como Conques, Rocamadour, Figeac y tantas otras, de distintos tamaños, pequeñas, medianas, aldeas dispersas o grandes urbes que tienen zonas arquitectónicamente delimitadas, pero poseyendo todo un denominador común: la armonía de su conjunto y su fusión con el paisaje.

Lo mismo se puede decir de otras muchas regiones como el País del Loira con sus famosos castillos, Bretaña o Normandía. Al igual que en Italia, predominan los conjuntos urbanos preservados en su totalidad, sin estridencias, con respetuosos barrios modernos que preservan, como joyas, sus cascos antiguos, algo que garantiza un turismo sostenible, porque ver barriadas monótonas y carentes de armonía no es un objetivo turístico para nada.

Lo comento con cierta pena, porque vivimos en un país donde comprobar el aspecto de nuestros pueblos y ciudades y compararlo con el de la década de esos años sesenta vírgenes de desarrollismo, es para echarse a llorar.

Y no vale hablar de salubridad y comodidades modernas, porque el mismo problema han tenido sociedades más cultas y avanzadas y han sabido adaptarse. La clave es que los que viven en casas antiguas lo hacen porque les gusta ese estilo de vida y lo consideran un privilegio, mientras que a nosotros nos han vendido (y hemos comprado) la idea de que vivir en una casa histórica o, simplemente, de arquitectura tradicional (de esas llamadas despectivamente “ de pueblo”), es un atraso y señal de pobreza, pues basta ver los esperpentos y desmadres que los “ ricos locales” se hacían edificar hasta hace poco, cuando juntaban el suficiente dinero, presumiendo además de tan patéticos resultados.

Deben considerarse también otros factores porque, aun queriendo, habitar una casa histórica e intentar respetarla es complicado y caro, pues lo fácil y barato es arrasar con los datos y la memoria que contiene.

Además, parece que está mal visto, pues hay administraciones locales que llegan a poner las trabas más imaginativas, asfixiando con el papeleo más largo y desmotivador, lo que contrasta con a las facilidades dadas a dejan “madurar” los inmuebles hasta que adquieren el grado de ruina total y queda el campo libre para construir cualquier cosa, siempre que no sea “mimética”. Poco importa que los volúmenes sean superiores, que los huecos de fachada se diseñen a placer, que la distribución interna sea la misma en Soria que en Beverly Hills, que rompa la alineación y el conjunto visual de una calle, o que se vea desde lejos como una estridencia plantada en medio de un conglomerado urbano poco o nada degradado estéticamente.

Pues eso. Hay que meter con calzador el siglo XXI y, por ello, plantar un rascacielos, aunque sea anodino, de los que se ven en todos los Downtown del mundo, por ejemplo, en medio de Sevilla, jibarizando para siempre la Giralda, que antaño animaba con su verticalidad el perfil apaisado de la ciudad. Y por si acaso pasa desapercibido, lo hacemos de color oscuro, casi negro, para que destaque más. Para que se note que somos avanzados y contemporáneos (Todo lo nuevo siempre es contemporáneo, pero, bueno, a la gente le hace ilusión creer que es algo especial). Como las famosas setas, que parecen crecer y fagocitar la castiza plaza de la Encarnación.

No niego que tengan su gracia, pero hay sitios mejores donde ponerlas: las barriadas de bloques monótonos y arquitectura de baja calidad agradecerían tener un detalle estético contemporáneo y allí podrían lucirse mejor, además de atraer a un turismo al que nunca se le hubiera ocurrido pasar por allí. Claro que, entonces, no serían tan famosas.

Pero no, no pasa nada, cosas de carcas, que son muy pesados. Por poner otro ejemplo, recordaré la construcción de determinados edificios “contemporáneos” en pleno casco histórico de Toledo, como el Mirador del Vallejo, que destaca en volúmenes y su color blanco nuclear a la moda entre el casco terroso de Toledo. Es cierto que otros edificios rompedores, como el Palacio de Congresos, la Consejería de Agricultura o el Archivo Municipal incluso tienen premios, pero los conceden los propios arquitectos, así que todo queda en casa y a la gente le parece bien porque eso es ir de moderno y tal.

Pues, como afirmaba en 1999 el arquitecto Mendaro Corsini ante la polémica por su edificio de la Consejería de Agricultura, «la arquitectura del pasado no está muerta y nos tiene que enseñar la arquitectura del futuro, que tampoco tiene que ser mimética». Vale, parece lógico que no sea mimética, pero no creo que sea mucho pedir que no se haga donde se destruye la lectura estética de una sociedad que ya no existe.

Porque, sinceramente: ¿es imprescindible la presencia de la llamada “arquitectura de vanguardia” (el movimiento vanguardista tiene más de cien años) en cascos históricos tan irrepetibles? ¿Acaso se desplaza la gente para contemplar lo que puede encontrar por todos los lados? Si se concibe la arquitectura del pasado como testimonio histórico, el hacer esto es como si se levantaran edificios modernos “vanguardistas” sobre yacimientos arqueológicos de gran importancia, pongamos el Foro Romano, aunque aquí, que somos la pera, ya lo hemos intentado con algún que otro museo.

Precisamente, en febrero de 2020, la prensa alertaba de que la ciudad de Toledo podría ingresar en la lista de Patrimonio Mundial en peligro, precisamente por los cada vez más frecuentes casos de este tipo, pudiendo llegar a perder su calificación actual de “Ciudad Patrimonio de la Humanidad”, como sucedió em 2009 con Dresde, al realizar un puente moderno que dañaba el paisaje cultural de los siglos XVIII y XIX a orillas del río Elba, reconstruido según las pinturas de Canaletto. De esto se deduce que la copia fiel, en cuanto recordatorio de la Historia, posee también valores que han de ser protegidos de intervenciones inadecuadas, por lo que no se entiende bien ese horror a devolver a las cosas su estado original.

También da qué pensar el hecho de que, tras el incendio de Notre Dame, y a pesar de los proyectos presentados, a cada cual más rompedor y creativo, se ha optado por realizar una reconstrucción mimética, es decir, dejar todo como antes del incendio.

Pero, qué aburridos y que retrógrados, ¿verdad?, si eso ya no se lleva en el siglo XXI. Vale, pero con las cosas que importan no se juega, o estaremos condenados a vivir con bodrios estratosféricos como el de la Plaza de España en Madrid, pasen y vean la ballena (o lo que sea) de cemento pintado de verde, las farolas modelo palitos de barbacoa, con focos de campo de concentración, o las zonas verdes de hierbajos, al nuevo estilo, para cuyo ornato (y pasmo de los visitantes canarios), se ha introducido el famoso “rabo de gato”, planta predadora, invasiva e imposible de desarraigar, que está destruyendo la riquísima vegetación de la isla de La palma, isla mártir, acosada por el volcán y la incompetencia.

Con la Historia no se juega, con la memoria no se juega. La memoria se documenta, especialmente si, como todo lo humano, corre el riesgo de perderse, pero no se olvida intencionadamente. La memoria es lo que nos une a quienes vivieron antes que nosotros. No se trata de inmovilismo, sino de armonía.

Sigüenza. Vista panorámica.

Todo esto viene a recordar que Sigüenza y el paisaje circundante pican muy alto con su candidatura a Patrimonio de la Humanidad, y por ello, aunque a mi humilde parecer, tienen cualidades que justifican la distinción, no está de más ir provistos de suficiente munición, pues la competencia, como hemos visto, es muy dura, y viene justificada por razones obvias y muy poderosas, que no permiten la venta de humo o la frivolidad, por mucha negociación que pueda realizarse, ya que los resultados hablarán por sí mismos y la UNESCO, lo mismo que da, puede quitar.

Por ello, y a la vista del estado de su casco histórico, con casas vacías, vaciadas o ruinosas, susceptibles de ser sustituidas por otras realizadas siguiendo la moda actual , que impone esa versión radical del minimalismo, plana y a veces inexpresiva ( el verdadero minimalismo es refinado y funciona bien en paisajes abiertos), o con volúmenes discordantes, parece claro que debe extremar la precaución en la vigilancia, sin olvidar lo más llamativo, como proteger sus vistas generales, evitando acabar como Dresde, degradada por haber roto definitivamente las principales perspectivas del conjunto.

Vista de Sigüenza desde el pinar.

Y, descendiendo a lo particular, quizás sea oportuno exigir la documentación obligatoria de lo que se destruye, se pierde o se desea sustituir, pues es posible que algún día cambie la mentalidad, y la arquitectura de reintegración y la arquitectura moderna puedan convivir en todo su esplendor, contiguas, pero no revueltas.

Lo dicho: con lo importante nadie juega.

 

 

Letizia Arbeteta Mira.

 

 

Un comentario

  • No cambio ni una coma, Letizia. Dresde no lo conozco, pero imagino que pasear por la plaza del mercado de Varsovia hoy día, reconstruída desde los cimientos, no debe de diferir mucho de haberlo hecho antes de 1939, salvo quizá en el paisanaje (y yo la conocí en Navidad, con el tradicional mercado, así que a lo mejor ni eso).  En todo caso, nos quedan milenios...

Viñeta

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