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Caricatura de Luis Bagaría, 1922

Han pasado cien años. El 28 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía, herederos del imperio austrohúngaro, son asesinados en Sarajevo. La vieja Europa de deshace en un sangriento infierno.

Ante el asombro de muchos, un largo, doloroso y mortífero conflicto armado, la Gran Guerra, luego denominada I Guerra Mundial, enfrenta a los imperios centrales, Austria y Alemania, con Francia, Gran Bretaña y la Rusia de los zares. Al terminar la contienda, cincuenta y dos meses después, con el triunfo de las tropas aliadas, el implacable vendaval de las armas había devorado cuatro imperios, alemán, austríaco, otomano y ruso, además de engendrar nuevas naciones y larvadas revoluciones. Casi cuarenta millones de combatientes, entre muertos, heridos y desaparecidos, quedaron en frentes y trincheras.

La Gran Guerra, aunque lejana, enardece a los españoles. El rey Alfonso XIII, convencido por el presidente del gobierno Eduardo Dato, anuncia la neutralidad de España, entonces una “nación bostezante” en palabras de Antonio Machado. La sociedad española, presa de sus más recónditos rencores, se rompe entre aliados y germanófilos. La noticia sorprende al conde de Romanones, Álvaro de Figueroa y Torres, jefe de la oposición liberal, descansando en Sigüenza. El avezado político se muestra totalmente disconforme con la declarada imparcialidad. En su opinión es necesario adoptar una postura beligerante a favor de Gran Bretaña y Francia, países cercanos a nuestros intereses, aunque no se acuda a la batalla. Cualquier situación es mejor que una vaga y cobarde neutralidad.

Profundamente contrariado, en la quietud de su residencia seguntina del paseo de la Alameda, escribe un afilado y severo artículo, firmado con una enigmática equis, titulado Neutralidades que matan, para ser divulgado en el Diario Universal, periódico madrileño que había fundado años atrás. En sus memorias, Romanones recuerda con acostumbrada minuciosidad: “El artículo lo escribí en Sigüenza, hallándome en pleno agosto dando satisfacción a mi pasión favorita, la caza de codornices”.

El director del periódico, precavido y sereno, publica el controvertido artículo, el día 19 de agosto de 1914, precedido por una nota previa, en la cual advierte que el texto “es de uno de nuestros colaboradores, de los que tienen y merecen la más alta consideración”.

Con ello, recuerda Romanones, “me señalaba y mis enemigos se despacharon a gusto”. El revuelo es enorme. Muchas y muy ácidas críticas hostigan al poderoso aristócrata.

Un desabrido Alfonso XIII, como cuentan las crónicas, reclama la urgente presencia del díscolo liberal. Al día siguiente, 20 de agosto, Romanones recibe una lacónica llamada telefónica en su residencia seguntina. Por orden del monarca debe presentarse de inmediato, sin excusa ni subterfugio, en el madrileño palacio de Oriente. El conde apenas tiene tiempo de subir a su automóvil, recorrer velozmente las polvorientas carreteras, y llegar a la corte a las once de la mañana, hora fijada para el encuentro con el monarca.

La audiencia con Alfonso XIII es tensa y agria. El rey recrimina a Álvaro de Figueroa, no tanto sus opiniones sobre la Gran Guerra, que pueden ser discutibles, sino su difusión a través de la prensa. Romanones, combativo y receloso, le explica sus razones: “La neutralidad que no se apoya en la propia fuerza está a merced del primero, que siendo fuerte, necesite violarla; no es la hora oportuna de hablar de la debilidad en que se halla España”. El monarca, pese a estar de acuerdo con una parte de los testimonios del conocido político, no cambia su voluntad de permanecer neutral. Romanones, defraudado pero orgulloso, vuelve a Sigüenza. Las partidas de caza aliviarán su desencanto.

El controvertido artículo del conde, redactado en la quietud del verano seguntino, ha pasado a formar parte de la historia del periodismo político español del pasado siglo. Se trata de una excelente muestra del hacer periodístico en aras de conformar la opinión de las gentes. Repasemos algunos de sus más notorios argumentos: “Neutralidad, escribe Romanones, expresa no ser de uno ni de otro. ¿Es que España, en realidad, no es de uno ni de otro?” Grave falacia. “Si triunfa el interés germánico, ¿se mostrará agradecido a nuestra neutralidad? Seguramente, no”. Al contrario, “si fuese vencida Alemania, los vencedores nada tendrán que agradecernos; en la hora suprema no tuvimos para ellos ni una palabra de consuelo”. El texto concluye de forma tajante: “La suerte está echada; no hay más remedio que jugarla; la neutralidad no es un antídoto; por el contrario, hay neutralidades que matan”. La Gran Guerra, el mayor horror conocido hasta aquél momento, iba a dejar las tierras europeas estremecidas en sangre, sembradas de ruinas y cementerios. Un siglo ha pasado.

Javier Davara
Periodista, Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid